La palabra xenofobia, destinada a dormir el sueño eterno en el diccionario o, como mucho, a ser pasto de la cita erudita destinada a unos pocos, se ha revalorizado de repente, y muchos la utilizan, unos como arma arrojadiza, que les permite defenderse de cualquier agravio, tenga o no que ver con el significado del término, y otros para pontificar sobre las bondades del multiculturalismo y de la armonía étnica.

Como una vertiente más de la doctrina maniquea del bien y del mal, que dice que lo bueno es lo nuestro y lo malo todo aquello que nos es ajeno, la prevención hacia lo de fuera ha existido siempre como un resentimiento ancestral contra el bárbaro y el extranjero, que es casi siempre el vecino más cercano, sean los murcianos para los cartageneros o los de Lorca para los aguileños, sean los germanos para el pueblo romano, sea la pérfida Albión o el relamido francés para muchos españoles. Y viceversa.

Este mal tan extendido, y hoy tan aireado por las redes sociales, si miramos más allá de nuestro ombligo, veremos que se cura viajando, como apuntaba Unamuno, para comprender que somos ciudadanos del mundo, según proclamaban Sócrates y Erasmo, y que la única verdadera sociedad es tan amplia como el universo, cosa que ya predicaba el pobre Diógenes desde la pequeña patria de su cubículo. Y así lo demostraron xenófilos como los renacentistas o los románticos que admiraban la vida y la cultura grecorromanas, o los afrancesados y los anglófilos españoles, frente a las ideas reinantes en su entorno.

Hoy la xenofobia, desbordados los límites del diccionario, crece imparable en forma de aldeanismo y nacionalismo tribal y, sobre todo, como una aporofobia, que teme a los extranjeros, no por serlo, sino por pobres y desarrapados que vienen a medrar a costa de nuestros privilegios.