La humanidad ha temido y venerado las montañas y a los seres mágicos que las habitan. La vida de una persona es breve frente a la majestuosa eternidad de la montaña cuya visión es invitación al ascenso y a la vez advertencia. Durante siglos esta visión ha venido acompañada por la atracción que ejerce, esa trampa mortal que aprovecha la avidez humana por vencerla, por coronar su cima, por reducir ese magnífico espacio de frontera a los límites de lo humano, por transformarlo en un espacio normalizado. Este deseo se materializa en el acto simbólico de plantar allí una bandera de una nación cualquiera, acto ridículo en verdad, ya que por magnífica que sea la nación jamás vivirá ni una décima parte del tiempo que el destino ha asignado a cualquier mole geológica. La cordillera del Himalaya mira indulgente a las pirámides y las llama niñas, pequeños y quebradizos montoncitos de piedra y jovenzuelos de ladrillo que con apenas un par de miles de años ya han envejecido prematuros. Apenas han vivido un abrir y cerrar de ojos, un leve parpadeo del dios de la montaña.

La roca mira con cierta indiferencia la pequeñez humana. Bien lo sabía Fred Zinnemann cuando en 1982 rodó Cinco días de verano haciendo que una relación amorosa ilícita estallara en una tragedia privada al contacto con la montaña, ante la cual cualquier cosa grande y grave se convierte en brizna volteada por el viento, empequeñeciendo el abismo del alma humana antes de profundidad insondable frente a la eternidad incontestable de la montaña. De manera análoga Erich von Stroheim en 1919 había rodado con Maridos ciegos un drama de infidelidades matrimoniales, tragedias domésticas disminuidas de repente ante el tamaño desmesurado de la montaña, ante su despiadada belleza capaz de arrancarle la vida con indiferencia a cualquiera que cruce sus límites.

Todavía en La cumbre de los dioses, la admirable novela gráfica de Jiro Taniguchi se observa la presencia mágica del misterio, la atracción ejercida por la cumbre en una especie de enamoramiento y que es a la vez a la nostalgia de lo absoluto, la vieja aspiración romántica de ser lo uno en todo, la comunión total con el mundo plasmada en la relación con la montaña. La humanidad siempre ha querido, por alguna misteriosa razón, que la montaña actúe de oráculo, de justiciero. Los problemas personales, las cuestiones más íntimas acaban aflorando ante la contemplación de la montaña como si ante semejante mole, el alma desnuda fuera incapaz de ocultar el más recóndito de los pensamientos, el más inconfesable de los deseos.

Pero la consecuencia inmediata del triunfo de la mentalidad comercial y de consumo frente a la moral mística, premoderna, de contemplación ha llegado también a la montaña. Ejemplo singular y elocuente de la actividad humana que mancha todo cuanto toca es el frenesí que invade el Himalaya, antaño considerado la cima del mundo y hoy colapsado en sus rutas, y cuyas cumbres sorprendentemente se han convertido en el ir y venir de un turismo masificado. La búsqueda de lo auténtico por sistema, la sensación de la última frontera, el placer insaciable que una vez agotado, consumido, despierta una sed aún mayor y que no puede calmarse nunca, ha alcanzado la cumbre de los dioses. Pero la montaña, aun profanada, puede ser un fiero enemigo, cobrándose la vida de los incautos que se han aventurado a sus cumbres sin comprender el momento crucial que afrontan, semejantes a un hormiguero itinerante y en desorden.

No en vano las cimas elevadas son santuarios habitados por divinidades del rayo y la tormenta, por deidades soberanas que contemplan la tierra desde su regia altura. La montaña es el lugar en que el sabio recibe su revelación, su misión, sus tablas de la ley. Quien desciende de su montaña la lleva siempre consigo, ya sea Moisés o Zaratustra. Por eso un gran poeta como William Blake dijo que algo grande ocurría cuando el hombre y la montaña se encontraban. Y no le faltaba razón.