Que la fe y la moral son fuente de liberación, no se ve a primera vista. Necesitamos maestros que disipen nuestros miedos. Häring fue uno de ellos y ni a él ni a otros como él podemos olvidarlos. Un 3 de julio murió Bernard Häring. Había nacido en Bottingen, Alemania, el año 1912. Tenía 85 años. Fue ordenado sacerdote redentorista el año 1939. Luchó siempre contra el reduccionismo moral de su tiempo, una moral marcada por la norma y la obligación. En muchas ocasiones, una moral del miedo. Él pugnó siempre por una moral marcada por la libertad y la responsabilidad. Una de sus obras lleva por título: Libertad y fidelidad en Cristo. Dos actitudes que le definen, y Cristo, el fundamento en que las basa. Fue un moralista que encontró un nuevo estilo, un nuevo modo de predicar, entender y vivir la moral que ha abierto horizontes.

Trabajó mucho en el Concilio Vaticano II y en el posconcilio. Afrontó temas delicados y conflictivos sobre la ética médica, teniendo siempre presente el sentido de la moral cristiana en un mundo secularizado. Pero para él, la publicación de la encíclica Humanae Vitae representó un duro golpe. Y se manifestó claramente crítico. Confiesa que fue uno de los momentos más difíciles de su vida€ Vendrían después diversos conflictos con la curia romana.

«El carácter cristiano no debe ser configurado unilateralmente por el hilo conductor de la obediencia, sino mejor, por una responsabilidad capaz de discernir una aptitud para responder animosamente a los nuevos valores y las nuevas necesidades y una disposición para aceptar el riesgo». Este era su trabajo, enseñar a discernir y alejar de los cristianos los miedos y opresiones. Abandonó la docencia en Roma en el año 1989. Es muy cierto que el padre Häring habría detectado muchas insuficiencias. «No basta con defender la fe, es necesario, sobre todo y por encima de todo, proponerla en toda su grandeza, en toda su capacidad de entusiasmo, en su entidad de buena noticia, en su cualidad terapéutica para los hombres y las mujeres de nuestro mundo». Ante el tono endurecido de la defensa de la fe, Bernard Häring representa el talante positivo y propositivo del anuncio salvífico de la fe.

Durante los últimos años de su vida, Häring vivió retirado en el convento de Gars (Alemania), enfermo, con un cáncer de garganta que sufrió pacientemente. No gozaba ya de la consideración de los ámbitos vaticanos, pero él no dejó nunca de escribir y proclamar e infundir esperanza en el hombre, denunciando en diversos libros, con valentía y claridad, la cerrazón de estos años de la Iglesia.

Leer esos libros, breves, valientes, como por ejemplo: ¿Hay una salida? Pastoral para divorciados, o el más reciente: Las cosas deben cambiar, levanta el ánimo. Cuánta benevolencia, cuánta pedagogía, cuánta esperanza, cuánta fe en el hombre hay, por ejemplo, en estas palabras que recojo de uno de ellos: «El discípulo y la discípula de Cristo han de quedar extasiados y fascinados por las bienaventuranzas y los sublimes mandamientos últimos.

Han de ser continuamente alentados a dejarse entusiasmar por Cristo, que es el camino, la verdad y la vida. Han de saber que a nadie se le pide recorrer el camino todo de un tirón, sino únicamente que vaya dando pasos cada vez que sea posible y útil. Lo importante es que la dirección de la marcha sea la adecuada y que cada vez sea más clara». Bernard Häring ha sido un verdadero maestro, uno de esos grandes hombres que nutrieron el Concilio de una dinámica apropiada para este siglo. Es necesario recordar a estos hombres, modelos de fe y apertura.

Cristianos sin Iglesia

Cristianos sin IglesiaNo siempre, sin embargo, la dificultad en el seguimiento de Jesús se halla en el interior del joven; a menudo se encuentra en la misma Iglesia. De ahí la tendencia de muchos jóvenes a considerarse 'cristianos sin Iglesia'. Aranguren lo explica así: «Toda la institución eclesiástica, con su carácter jerárquico y la rígida relación mandar/obedecer, su profesionalización de lo sagrado, el significado original y permanente de las palabras obispo (vigilante), sacerdote (el más viejo), laico (el que no sabe nada); la exclusión de las mujeres de cualquier lugar eclesiástico importante, y hasta cierto punto también la exclusión de los jóvenes; la ancianidad obligatoria de los cardenales y del mismo Papa; en fin, el culto a la sabiduría y a la prudencia, virtudes atribuidas siempre a los ancianos: todo esto está en total oposición a la sensibilidad de la juventud actual».

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