Habría que remontarse al Trienio Liberal, 1820-1823, o a 1874, inicio de la Restauración Borbónica, que supuso la violenta aniquilación de la I República Española, para conocer los orígenes del bipartidismo político en España. Estos eran tiempos en los que su arbitraria majestad, el rey Alfonso XII, en interesada connivencia con los líderes de los dos grandes partidos, Práxedes Mateo Sagasta, del Partido Liberal, y Antonio Cánovas del Castillo, del Partido Conservador, instauraron un sistema de bipartidismo con dos objetivos preferentes; uno, apuntalar la monarquía a través de un sistema de alternancia política en el Gobierno de España que asegurara una presidencia rotativa a liberales y conservadores, ambos monárquicos; y dos, cercenar el ya de por sí débil pluralismo democrático alejando del poder a los partidos obreristas y republicanos. Aquel sistema de alternancia política, 'turnismo' lo llamaban en la época, posibilitó que Sagasta llegara a ser hasta siete veces presidente del Consejo de Ministros de España.

En el año 1982, tras la victoria del Partido Socialista Obrero Español y el hundimiento de la Unión de Centro Democrático, al amparo de la Constitución de 1978 comenzó un nuevo y fructífero periodo democrático bipartidista esta vez protagonizado por el PSOE y el PP, entonces AP, si bien hasta 1996 no hubo alternancia en el Gobierno de la nación.

A partir de 2014, con la aparición en el panorama nacional de dos nuevas formaciones políticas, Ciudadanos y Podemos, el bipartidismo moderado comenzó a tambalearse. «El bipartidismo es nocivo para la democracia y hay que remover las leyes electorales vigentes para favorecer el multipartidismo», sentenciaba, un día tras otro, una tropa de destemplados 'hooligans' de la causa. Sin duda, los tiempos de ingentes turbulencias económicas, políticas y sociales, de las que muchos ciudadanos responsabilizaban a los dos partidos que se habían alternado en el Gobierno, alentaban y rentabilizaban un incendiario discurso anti bipartidismo que, en principio, tuvo una buena acogida por parte de muchos ciudadanos decepcionados.

Cuando se publicaban encuestas sobre intención de voto, eran muchas las voces y editoriales que con gran regocijo anunciaban: «Las encuestas anuncian el fin del bipartidismo del PSOE y el PP?». Y el tiempo les dio la razón. Los resultados de las elecciones generales de 2015 y de 2016, que castigaron duramente al PSOE, certificaron la fragmentación del electorado y el fin de las mayorías absolutas. Las siguientes, de abril de 2019, que fueron inmisericordes con el PP, y supusieron una recuperación espectacular del PSOE, no hicieron más que apuntalar la tendencia: se consolidaban los partidos emergentes, Ciudadanos y Podemos, y aparecía en escena Vox, un partido ultraderechista dirigido por fanáticos revanchistas que hasta entonces habían estado cómodamente agazapados dentro del PP. A partir de ese día, la formación de Gobiernos, de la nación, Comunidades autónomas y Ayuntamientos quedaba a expensas de acuerdos entre dos, tres o más partidos, el multipartidismo con todas sus consecuencias, la tormenta perfecta.

A sensu contrario, la nueva situación evidenciaba la superchería de estos partidos emergentes que, en su estrategia demagoga y sin luces, afirmaban con rotundidad que las leyes electorales vigentes, y sobre todo la Ley D'ont, favorecían el bipartidismo en detrimento del multipartidismo, obviando, torticera e interesadamente que todos los partidos, todos sin excepción, concurren a las elecciones en las mismas condiciones, desde la misma línea de salida; no hay ventajas ni concesiones para ninguno de ellos. A día de hoy, siguen siendo esquivos a la hora de reconocer que tan democrático y representativo es el bipartidismo con alternancia de gobierno entre dos partidos antagónicos, no como los de Sagasta y Cánovas del Castillo, como el multipartidismo. En cualquier caso, hay un hecho indiscutible: la democracia descansa sobre una serie de axiomas universales. Uno de ellos es que son los ciudadanos, a través de sus votos, los que deciden la forma de gobierno para su país, su Comunidad o su Ayuntamiento y que los resultados de su elección, te favorezcan o perjudiquen, son incuestionables.

En esta época de multipartidismo, que en mi opinión estamos sufriendo, se está viendo con rotunda nitidez que las intenciones reales, tanto de Ciudadanos como de Podemos y de otros, nunca han sido las de acabar con el bipartidismo clásico, sino las de poner de rodillas a PSOE y PP para ocupar su espacio político y conseguir la hegemonía electoral de la que han disfrutado los dos partidos mayoritarios durante varias décadas. La ensoñación les duró el tiempo que tardaron en llegar los resultados de las elecciones generales y de las autonómicas y municipales de abril y mayo pasados. El pretendido 'sorpasso' no fue más que una quimera con la que fantaseaban Albert Rivera y Pablo Iglesias sin reparar en que para que se produjera el 'adelantamiento' era imprescindible contar con un elemento esencial que ellos nunca han tenido: la confianza de la mayoría de los españoles.

Iglesias y Rivera están desaprovechando una oportunidad histórica para consolidar el multipartidismo como opción de gobierno. El fracaso de sus expectativas personales de Iglesias, ególatra compulsivo que quiere ser vicepresidente del Gobierno de España a toda costa, nada menos, y de Rivera, obsesivo como él solo, que quisiera ver a Pedro Sánchez poco menos que mendigando en el metro, están bloqueando la constitución del Gobierno de la nación y de algunas Comunidades autónomas sin importarles las consecuencias. La irresponsabilidad de estos dos actores, que no han conseguido pasar de secundarios, es una invitación irrechazable a regresar al bipartidismo moderado; sin duda, el mejor antídoto para devolver la tranquilidad a una sociedad equilibrada y moderna que se siente amenazada por la inestabilidad institucional generada por la ausencia de mayorías suficientes para formar gobiernos sin tener que recurrir a partidos que como alternativa, ofrecen pactos y apoyos que garantizan desigualdad social y económica, pérdida de derechos y libertades, peligro de desmembración territorial o políticas radicales con esencias bolivarianas.