"Europa debe colapsar", dijo Agamben en 2015, en el periódico Die Zeit a Iris Radisch. Allí recordaba que la Europa posible pasa por la destrucción de la existente. Luego afirmaba que los pueblos europeos no están en condiciones de movilizarse por «alguna meta determinada» y confesó que había «carencia de tareas históricas». No voy a descubrir la relevancia de Agamben para el pensamiento contemporáneo. Me gusta su tesis de que el pensamiento es el recuerdo del proceso de antropogénesis. Igual de relevante es su pensamiento respecto de Occidente. Agamben dijo en Die Zeit que el futuro de Europa es su pasado. Quería sugerir que debíamos hacer un libre uso de lo ya acontecido, vivir lo que en el pasado todavía permanece no vivido. En aquella entrevista recordó al exsacerdote Ivan Illich, que ya anticipó esa idea. En realidad, mucho de lo que dice Agamben procede de los conceptos de Illich en The Powerless Church. Sin embargo, de ese pasado Agamben parece interesado solo en el monacato, en el franciscanismo.

En 2019, hace apenas unos días, Agamben concedía otra entrevista al periodista Arno Widmann, del Frankfurter Rundschau, en la que volvía a la misma tesis. Cuando se le pregunta qué habría que hacer para llegar a un verdadero proyecto político de Europa, Agamben contesta de forma tajante: «El primer paso sería al disolución de la Europa actual». Y cuando Widmann le pregunta si defiende que tendría que destruirse Europa para crear otra Europa, Agamben cierra con esta frase: «No hay Europa. Lo que tenemos son contratos falsos entre Estados-nación». El periodista le señalaba la contradicción: o bien existe Europa y hay que destruirla, o bien no existe y entonces no hay que crearla. Pero si hubiera alguna Europa, aunque fuera mínima, quizá habría que dar razones de por qué sería preferible destruirla. Y si no hay ninguna, entonces lo mejor sería decir cómo y en qué sentido podría existir. Me temo que no bastaría con reeditar el monacato.

Este asunto me ha recordado la reflexión sobre un artículo de Massimo Cacciari hace unas semanas. Hablaba allí de la dificultad de disponer de un mito de Europa en el que vernos reconocidos. Recuerdo que Jorge Alemán me preguntó de si España podría contribuir a la formación de ese mito europeo. He dado vueltas al asunto, y cuando he leído la entrevista a Agamben, me he sentido forzado a recoger el hilo. En efecto, quizá no debamos ofrecer a la humanidad la obsesión con el Apocalipsis que hay detrás de ese regreso al monacato de Agamben. El monacato fue la huida del mundo cuando ya no se esperaba su final. Buena parte de los filósofos no han hecho más que perseguir esas ideas, que proceden de Overbeck.

La clave de esta posición es que la huida verdadera del mundo es destruirlo. A esto se le llama política. Entre la fijación al mundo tal y como es, propia de un dogma grabado a fuego en nuestros corazones, y la destrucción del mundo existente en un apocalipsis final para dar paso de nuevo al jardín, quizá podamos esbozar un camino que todavía sea transitable. Pues lo que sabemos es que, en esta época desconcertada, vamos a ver emerger a todos los aventureros intelectuales posibles y unos pocos más. Ese será el efecto más apreciable de la divisa de Agamben. Si la consigna es destruir, no nos van a faltar los dinamiteros.

Quizá aquello de «destruid el templo y lo reconstruiré en tres días» sea lo peor de la predicación cristiana y quizá la máxima más obedecida hasta la fecha. La destrucción creadora ha sido la divisa consciente o inconsciente de buena parte de la historia de Occidente. Ella ha iluminado el tiempo vertiginoso, inestable, de nuestra historia; el tiempo de las revoluciones y del capitalismo. Pero si miramos esa misma historia nos damos cuenta de que, en este hueco entre lo que se destruye y lo que se construye, siempre se ha introducido por las rendijas del tiempo lo imprevisto, lo sobrevenido. En esa tabula rasa que se deseó producir para tener plena disponibilidad del tiempo, siempre se levantaron otras potencias coactivas que introdujeron todavía más necesidad en la acción de los humanos. A través de ese imperativo de destrucción de lo existente, el ser humano ha acabado instalado en abstracciones. Si algo hemos aprendido es que así solo se fabrican imaginarios castillos de naipes.

Así que si debemos identificarnos con un mito europeo, si ese mito debe promover entre nosotros una actitud vital y existencial profunda, entonces es preciso acabar con esta estructura mental que lleva persiguiéndonos siglos. El mito de la destrucción creadora es sin duda Prometeo. Él funde la realidad existente en el crisol, en la gran fragua del fuego del tiempo y, luego, disuelta la realidad en masa moldeable, se dispone a construir la nueva confiado en su técnica. Prometeo cristiano es también el mito del Apocalipsis, pues no hay que olvidar que este final implica una nueva creación de una tierra y un cielo radiantes. Cuando Carl Schmitt reflexionó, en la oscuridad de la cárcel de Núremberg sobre la propia biografía, estableció una clara relación entre su entrega apasionada a la escombrera prometeica del Berlín de 1907 y su condición de aventurero intelectual. No debemos olvidar esta experiencia. Fue la confesión de una culpa y por eso habló de Epimeteo cristiano.

Fue entonces cuando Carl Schmitt descubrió la profunda significación del mito de Epimeteo. No fue precisamente por la filosofía, sino por la poesía de Konrad Weiss, pues los filósofos, como es el caso de Leo Strauss, no cesaron de comprenderlo mal. En realidad, lo sobrevenido, lo imprevisto es la estructura de la historia y la necesidad de reflexión procede de ella. Lo decisivo de Epimeteo es que él habría aceptado ser un poco tonto, lento y carente de chispa para no dejarse llevar por el entusiasmo. Los griegos comprendieron que esas disposiciones eran benefactoras de la humanidad. En realidad son las disposiciones del escéptico.

Desde que Carl Schmitt se aferrara a este mito como el único que podía auxiliar a la humanidad sufriente tras el apocalipsis de 1945, apenas nadie se acuerda del joven Epimeteo, el hermano lerdo del genial y entusiasta Prometeo. Una excepción es el filósofo francés Bernard Stiegler. Quizá sea este el mito de Europa que necesitamos, y quizá se parezca a ese don Quijote que recupera la cordura y hace callar a Sancho, que le propone nuevas aventuras abstractas. Pero ha sido Les Amis en 2008, en Commemorating Epimetheus, quien busca articular sobre el mito de Epimeteo la bondad y el beneficio de la fragilidad humana como condición de posibilidad para compartir, cuidar, reunirse, habitar y amar.

Nada de esto pasa por destruir ni por abstracciones. Cuando nos enfrentamos a nuestro presente desde este mito, comprendemos que tenemos que desconfiar de los políticos que nos prometen nuevos dioses. Ante ellos, quizá debiéramos preguntarnos si acaso esos dioses no son sino reencarnaciones de otros cuya experiencia trágica ya hemos vivido. Epimeteo es así el mito del uso del recuerdo y de la historia, pero nos encarga el relato para no dejarnos engañar de nuevo como en el pasado. Epimeteo es el mito de la concreción, de la sospecha de la palabrería, pero también de la falta de excusas cuando alguien se decide por deshacer en lugar de mejorar. No es sin embargo un mito conservador. No acepta el mundo tal y como es porque esté justificado, pero tampoco cree ilusamente que es el resultado de la arbitrariedad o de la pura maldad de las personas. Sólo acepta lo que hay para reconocer las formas de mejorarlo. Por eso y sobre todo Epimeteo impone desconfiar de aquellos políticos de cuya acción solo se deriva apropiarse, abandonar, separar, expatriar y odiar.