Hace unos días volví a Los Belones, en los alrededores del Mar Menor, cerca de Cabo de Palos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo visité, y me costó reconocer la humilde población que yo recordaba entre los 'gastrobares', las 'enotecas' y los pubs británicos. La cercanía de las urbanizaciones ha moldeado el núcleo urbano según las necesidades de los visitantes, y no me parece mal, si ello redunda en ingresos y servicios para los lugareños. Pero el pueblo de mi memoria en poco se parece al actual.

La memoria (a diferencia de la Historia) es un recuerdo subjetivo, frágil y fragmentado que nunca debería tomarse como relato objetivo del pasado. En la mía, el pueblo de Los Belones está ligado a los veranos de mi infancia. Mis padres alquilaban cada mes de agosto un apartamento en La Manga, que en los 70 sólo era una extensa franja de playas vírgenes, por la que dábamos largos paseos hasta encontrar algo de civilización en Cabo de Palos. Por la noche, desde la terraza, mirábamos las negras aguas del mediterráneo bañadas, intermitentemente, por la luz del faro. Si había suerte, hacia el 15 de agosto, se formaba una fenomenal tormenta marítima que mi padre aprovechaba para enseñarnos a medir la distancia entre el rayo y el trueno, contándonos historias mitológicas sobre Zeus. En esas playas aprendí a nadar, a montar en bicicleta, a pescar pececillos con un sedal en el puerto. También conocí allí la muerte, con diez años, cuando una mañana mi abuelo no despertó.

Pero cada año, como un suspiro, llegaba el 31 de agosto, término final e inexorable del arrendamiento vacacional, y mis padres, como todos los veraneantes de alquiler, pasaban la jornada recogiendo el apartamento, limpiándolo (qué va a pensar la señora) y colocando los paquetes en el Seat 124 que nos llevaría de vuelta a casa. Supongo que los más precavidos saldrían por la mañana, para evitar los atascos, pero la norma era aprovechar el último día de vacaciones y al caer la tarde, con la fresca (no había climatizador bizona) tomar la serpenteante carretera bordeada de eucaliptos, que nos conduciría a Murcia. Atrás quedaban los privilegiados que tenían casa en propiedad y disfrutarían de la calma del mar hasta pasada la Romería, que era cuando volvía a Murcia la 'gente bien'.

Emprendíamos el regreso, los niños cariacontecidos, recordando los juegos y las risas estivales, los padres preocupados por no haber dejado nada olvidado en el apartamento, y al poco de tomar la carretera nos veíamos (cada año) atrapados en una enorme caravana que llegaría, probablemente, hasta la Cibeles. Mi padre refunfuñaba porque deberíamos haber salido antes para evitar el embotellamiento. Mi madre contestaba que si alguien le hubiera ayudado a recoger quizás podríamos haber salido antes. Y mi hermana y yo nos peleábamos porque ninguno invadiera el espacio natural del otro en el asiento trasero.

Pero a los pocos kilómetros de partir, mi padre tomaba una decisión, cada año, la misma. A la altura de Los Belones sacaba el coche de la calzada y aparcaba junto al Bar el Puente, un ventorrillo con patio techado de cañizo en el que nos acogían con gran amabilidad, disponiendo una mesa al fresco, ataviada con mantel de papel, que al poco se llenaba de viandas: patatas asadas, caracoles, embutidos caseros? Los niños aprovechábamos para corretear por el bancal vecino, revolcándonos en esa tierra roja tan propia de la zona, con la consiguiente reprimenda de nuestra señora madre. Y así dejábamos pasar la caravana hasta retomar el camino cuando estuviera despejado.

La sorpresa de la cena llegaba con el postre. El dueño del ventorrillo, cuyo nombre no recuerdo, cultivaba sus propios melones y los ofrecía como colofón de la cena en calidad de venta a prueba o ensayo, que diría el Código Civil. Se trata ésta de una venta sometida a la condición suspensiva de la plena satisfacción del comprador que, sin necesidad de acreditar el mal estado del producto, puede devolverlo si no le resulta plenamente satisfactorio. Es posible, pienso ahora, que el restaurador hubiera conocido el recién inaugurado Corte Inglés de Murcia y hubiera tomado el célebre eslogan: «Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero», pero en aquel tiempo nos parecía una temeridad que se arriesgara a dar plena satisfacción con algo tan aleatorio e impredecible como un melón que, como sabemos, a veces sale dulce como la miel y otras, simplemente, fresquito.

Dicen los que entienden, que el nombre de Los Belones procede de los hermanos Bellón, propietarios de estos pagos en el siglo XVIII, aunque en secreto siempre he deseado que estuviera relacionado con el dios celta Belenos o con la diosa romana Belona. Y no sería disparatado estando como está tan cerca del enigmático Monte Miral y del monasterio de San Ginés. Pero en mi memoria, particular y subjetiva como todas, Belones se identifica con 'melones' los de la tasca El Puente que saboreaba en mi infancia.