Mi padre ya no lee las noticias ni ve las tertulias políticas de la televisión. Tampoco participa ya en las discusiones familiares de sobremesa. Se queda callado, quizá pensando que no va a desperdiciar energías en un esfuerzo que, visto lo visto, no ha hecho que nos movamos ni un milímetro desde los tiempos en que nos sentábamos juntos en la salita para ver La Clave hasta más allá de la medianoche. Prefiere irse a pintar a la casa de la cultura del pueblo y pasarse las horas en su habitación escribiendo poemas sobre el mar, que tampoco cambia, pero del que, al parecer, nunca dejan de brotar palabras nuevas. Mi madre soporta sus silencios sin perder ocasión para reprocharle lo limitado de su mundo, aunque en el fondo sabe que tiene razón. Además, ella habla por los dos. E imagino que conservan un lugar único donde las palabras y los silencios se borran, como ese instante en que la arena brilla cuando las olas se retiran. Del telediario solo presta atención al Tiempo, para ratificar que es verdad que en la calle está lloviendo o hace sol y para comparar entre las ciudades donde viven sus hijos.

Por las tardes, si no puede salir al paseo con alguna amiga, busca películas de detectives, que ve siempre sola, mientras su marido permanece entregado a las musas en la habitación. Últimamente tampoco le atraen mucho las películas y ha descubierto un canal local donde todas las tardes ponen bailes regionales. En el plácido discurrir de los días, los sábados por la mañana se han convertido en un acontecimiento, como ella me repite cuando me ve. Con la misma exactitud que planifican el resto de actividades cotidianas, ponen la tele para que suene el concierto de La 2, y todavía en la cama, uno al lado del otro, mientras el sol se cuela por la ventana, retrasan el momento de levantarse hasta que tocan la última nota. Y así es como el mundo va desapareciendo de sus vidas mientras otro mundo invisible se hace presente.

El mundo continúa con su parloteo, pero ya no lo escuchan. En cambio, el mar de la infancia o las jotas de la juventud siguen sonando intactas, frescas como el primer día, más misteriosas conforme se acercan al último. Y ellos cada vez se parecen más a esos personajes de Dickens un poco idos, locos angelicales que han conseguido estar en el mundo y que les dejen estar. Seres de una pieza. Fieles a una sola idea, pero a una idea verdadera. Permanecen en su sitio como maniáticos aferrados a las cosas que importan, centinelas del lugar al que todos terminamos volviendo.