Cuando surgió la crisis del Mar Menor, con culpables abundantes e identificados, se sabía que, antes o después, los últimos y profundos responsables, es decir, el poder político, buscaría y encontraría uno o varios científicos que dieran la cara por una Administración gamberra y unas políticas de (literal) juzgado de guardia. Así fue como políticos innombrables decidieron hurtar su propia responsabilidad creando unos comités pretendidamente científicos como evidente maniobra escapatoria ante lo que se les podía venir encima.

En este panorama se inscribe el papel del catedrático de Ecología de la Universidad de Murcia Ángel Pérez Ruzafa, que ha sido captado por las redes antiecológicas de esos pillos en apuros. Me han llamado la atención unas declaraciones suyas, por la contundencia de las formas y la osadía, mezclada de ignorancia, de sus contenidos. Pérez Ruzafa evidencia con absoluta claridad un serio defecto de muchos científicos naturales, y es creer que la ciencia es ésa, la natural, la de ellos, y lo demás es un aditamento secundario del conocimiento, que carece de bases profundas o de asentamiento histórico: craso error.

Al borde tantas veces de la impostura, la ciencia natural suele reclamar una autoridad que cree propia y debida, sin reparar en su responsabilidad social. En este particular, he de decir que el papelón histórico de la Física ha sido peor todavía, por lo que le recomiendo a Pérez Ruzafa que lea y subraye Ciencia y supervivencia (1963), del biólogo (catedrático, pero, sobre todo, ecologista) Barry Commoner.

A los científicos naturales pretenciosos, como creo que es es el caso, les suele desequilibrar con gran facilidad la ciencia social, precisamente por menospreciarla e ignorarla (es verdad que muchos científicos sociales, por complejos de tipo histórico, se dejan seducir o intimidar por la ciencia natural, y este es otro motivo de la aparente superioridad de ésta sobre aquélla). Pero la Sociología, concretamente, no sólo explica la sociedad en general y el fenómeno de la ciencia en particular, sino que presenta la ventaja añadida de que también estudia a los científicos, con sus motivaciones, espejismos y, cuando es el caso, indecencias.

Nuestro catedrático ha asegurado recientemente que el problema actual del Mar Menor (mayo de 2019) ya no tiene nada que ver con los nitratos agrícolas, pronunciamiento que ha hecho en vísperas electorales y que se enmarca, inevitablemente, en la 'necesidad histórica' en la que lo inscribieron quienes lo engatusaron, que no es otra que eximir a la agricultura intensiva (canalla) de la responsabilidad (culposa) en los problemas (clarísimos) de nuestra laguna (agónica).

Pérez Ruzafa es el presidente del Comité de Asesoramiento Científico del Mar Menor, un órgano del que ya han huido sus miembros más conspicuos, alarmados por la farsa institucional y, supongo, por su propia imprudencia; pero ahí está nuestro hombre, al parecer convencido de que su neutralidad científica (que parece ignorar que es imposible) mejorará su estatus universitario, incrementará sus méritos académicos o, en cualquier caso, unirá su nombre, de forma imperecedera, al episodio histórico de la salvación de la laguna envenenada (y mortalmente herida). Por supuesto que esas opiniones, inoportunas y algo forzadas, han sido respondidas por los portavoces de las asociaciones de defensa del Mar Menor, que ven y comprueban la llegada de nitratos a la laguna y no se explican cómo el catedrático no los ve.

También me ha interesado su opinión de que «sería bueno que los políticos aprendiesen a gestionar apoyándose en el conocimiento científico», lo cual tiene algo de obvio y recomendable, sí, pero que a mí me reafirma en la opinión de que su concepto de ciencia es inadmisiblemente reduccionista y que esa determinada idea de ciencia, que se adjudica a sí mismo, pasa por encima del hecho de que la política también es ciencia (y académica). Todavía peor: ignora que los grandes problemas de la humanidad ni los ha resuelto la ciencia (ni la tecnología, por supuesto) ni los puede resolver; en cambio, la política sí. Lo del Mar Menor no lo va a resolver ni él ni su comité ni la Universidad española, sino la política (la buena, no la de sus amigos del Gobierno regional). Así que fíjese lo mal que entiende esa definición de ciencia, que tanto manosea, dejando en evidencia un despiste impropio.

Hace ya unos cuarenta años que el problema del Mar Menor no tiene nada de científico, sino que es un asunto eminentemente político; por eso los científicos debieran pensárselo mucho antes de introducirse en el mareo de las maniobras políticas, es decir, de la antipolítica, y no dejarse llevar por excusas como la neutralidad del científico (mentira) o la justeza de colaborar con las instituciones (si no lo merecen). Esa ciencia, la que se ofrece a respaldar tamañas manipulaciones, no es sino ciencia mercenaria, y por lo tanto nada tiene que ver con la verdadera ciencia, ya que le faltan notas esenciales, como orientación social y conocimiento leal.

Tampoco ha hecho bien don Ángel aceptando el encargo del juez instructor de la macrocausa del Mar Menor, Ángel Garrote, de evaluar los daños ambientales en la laguna, ya que no es nuestro catedrático el científico adecuado, ni por su proximidad física ni por la ideológica con las Administraciones tramposas (tampoco ha hecho bien dicho juez, pero él sabrá dónde se mete y si está preparado para cuando truene).

Que no se me olvide decir que me he encontrado con Pérez Ruzafa una sola vez en mi vida, pero no podría ahora precisar ni cuándo ni dónde. Con esto quiero subrayar que nada tiene que ver con el ecologismo currante y convicto, resistente e invencible; es más, creo que lo aborrece, ignorando que el ecologismo, como cosmovisión y como movimiento social, es y crea ciencia. Pues tome nota y disculpe: un biólogo que no cree en el ecologismo es un peligro o una rémora. (Mientras tanto, dimita y huya del fango de la laguna opaca y la trampa del agro insufrible).