Me contó un colega que los facóqueros o jabalís verrugosos que habitan la sabana africana tienen una memoria temporal muy recortada, de manera que con frecuencia cuando corren huyendo de sus predadores se olvidan de por qué corrían y se paran, agravando el peligro que les espantaba. No sé si es exacta la información, pero en el fondo da igual porque el protagonista del relato, el facóquero, reúne las condiciones idóneas para ser el héroe paradójico de una fábula moral como, por ejemplo, la de sus parientes europeos, los tres cerditos constructores.

Mi colega aseguraba que de un tiempo a esta parte sus alumnos tenían memoria de facóqueros. Y, ciertamente, puede ser que el desorientado repudio de la memoria en los sistemas educativos, junto con las actuales formas de comunicación y banalización de los contendidos, esté debajo de esa incapacidad retentiva de lo significativo o relevante. En cualquier caso, esa misma incapacidad aqueja a los adultos, y lo cierto es que, en lo concerniente a la política, es el país entero el que tiene una memoria tan recortada que se olvida de lo que quería evitar antes incluso de haberlo evitado.

Por ejemplo, hace apenas unos años estábamos todos apurados por la necesaria reducción del gasto público que debía reorganizar nuestra deuda, impagable en una nueva situación de crisis. Hoy cualquiera diría que ese problema está ya resuelto, porque celebramos los aumentos del gasto público como maná caído del cielo. Sin embargo, los economistas y los números permanecen tozudos: el problema no solo no se ha resuelto, sino que ha empeorado sustancialmente, y hoy somos mucho más vulnerables a una nueva crisis de deuda de lo que lo fuimos entonces.

¿Qué pensar entonces de un país cuyos ciudadanos no afrontan esa dificultad con sus inevitables privaciones y retoman despreocupados el camino que les llevó a padecer aquellos acuciantes días? Seguramente se trata de un decaimiento de la memoria desplazada del centro de la conciencia por el deseo del disfrute instantáneo convertido en preferencia masiva. Lo más parecido en términos sociológicos al instinto en busca de bienestar inmediato cristalizado como idiosincrasia nacional.

Es también esa debilidad de la memoria la que permite que entre nosotros sobrevivan políticos con doctorados o master que no han hecho y de los que sabemos fehacientemente que han mentido o fingido. Y que esos mismos políticos que protagonizaron aquel «no es no», hoy reprochen a los demás no apoyarles, o que quienes pedían entonces apoyo como un deber patrio, hoy hayan encontrado motivos para el patriotismo en lo contrario. Es claro que toda la comunicación política está diseñada sobre el supuesto de que el público es incurablemente olvidadizo y capaz de asimilar sin asombro una afirmación y su contraria en breve espacio de tiempo: ciudadanos facóqueros.

Esa volatilización de la memoria no solo nos impide sancionar tales modos de proceder y evitar que prosperen la política y los políticos más irresponsables y ventajistas, sino que hace de nosotros un país poco previsor: el decaimiento de la memoria implica el debilitamiento de la capacidad de proyectar el futuro. En efecto, nadie puede llevar a cabo proyectos si acostumbra a olvidar el pasado que le impone cargas u obligaciones: proyectar requiere no olvidarse de lo proyectado a la primera dificultad o en el primer recodo del asunto.

La memoria no solo retiene el pasado, sino que hace posible el futuro porque tanto el recuerdo como el proyecto requieren la sostenida persistencia de los asuntos. Los países sin memoria carecen también de futuro. Por eso somos incapaces de plantear con seriedad un problema cuyo retraso en afrontarlo no hace más que empeorarlo: la insostenibilidad de nuestro sistema de pensiones. Es obvio que debería haber sido una exigencia inexcusable en la orientación de nuestro voto, pero la realidad es que tales problemas en campaña se soslayan sin recibir sanción ni reproche electoral.

Todo lo contrario. Por comprensible que resulte, es sencillamente vergonzoso que instituciones independientes tengan que recomendar legislar al respecto de las pensiones antes de que la mayoría social de los votantes se acerque a la jubilación. Es tan penoso como dar por supuesto que hay que proteger a la generación de los hijos de lo que les exigirán sus padres, es decir, nosotros.

En el caso del sistema de pensiones se pone de manifiesto, además, una peculiaridad del tiempo humano: los mayores, es decir, el pasado de una sociedad, son también parte del futuro que requiere previsión. Esa circularidad entre el pasado y el futuro es típica de la experiencia del tiempo que nos distingue del resto de los animales y que está en la base de las solidaridades ampliadas que constituyen a las sociedades humanas.

El desvanecimiento de esas correlaciones entre pasado y futuro se experimenta, precisamente, como una crisis de la memoria incapaz de recordar lo que fue y lo que será, es decir, de asimilar la continuidad del tiempo que nos obliga a la responsabilidad. La memoria de facóquero es, en realidad, un debilitamiento del sujeto, ya sea individual o social que se encapsula en un presente satisfactorio y no solo olvida lo que quería evitar antes de evitarlo, sino que demora su atención al futuro hasta que deja de serlo.

La imagen virgiliana del antepasado troyano de Roma, Eneas, llevando a hombros a su padre y de la mano a su hijo, no es solo la imagen de la piedad familiar que vincula generaciones, sino de las capacidades cognitivas que hacen posible la vida cívica: el futuro que representa la infancia es a su vez el pasado del hombre adulto, así como el pasado que encarnan los ancianos es parte del futuro que tendrán que acometer una personalidad y una sociedad madura.

Por eso no puede extrañar que la caída demográfica de los nacimientos en nuestro país sea casi la mayor del mundo, ni que semejante crisis no sea un asunto de interés político, como si el aseguramiento del porvenir en su forma más decisiva, los niños, no fuera materia de preocupación y tampoco mereciera políticas públicas de protección. Es razonable suponer que, si tuviéramos más hijos y éste fuera un asunto de relevancia pública, nos preocuparía más la deuda que les vamos a dejar. Su olvido es el del futuro. Un suicidio facóquero.