En la serie Chernobil, de la HBO, el científico Valeri Legasov, que investiga los fallos de diseño del reactor nuclear que provocaron el accidente, se pregunta ante un comité de investigación cómo es posible que todo el mundo que conocía los fallos se mantuviera en silencio y mirase hacia otro lado y nunca se atreviera a denunciar todo lo que sabía, que era mucho, muchísimo. «¿Cómo es posible que haya sucedido esto? ¿Cómo es posible que nadie haya hecho nada hasta ahora?» se lamenta el pobre Legasov, anonadado por los efectos destructores del accidente (los técnicos casi carbonizados, los bomberos destruidos por la radiación los limpiadores sometidos a unos niveles de radiación que los condenaban a morir en muy poco tiempo). En la serie, el gran Jared Harris interpreta a ese físico nuclear que acabó ahorcándose en el rellano de su piso de Moscú, cuando descubrió que no podía soportar todas las mentiras y silencios culpables que habían hecho posible el accidente.

Por supuesto, la historia es muy bella, pero en cierta forma no es del todo cierta. La periodista Masha Gessen, que vivió catorce años en la URSS, escribió en el New Yorker que un científico tan importante como Legasov sabía perfectamente cómo funcionaba el sistema soviético, de modo que sabía muy bien que la única regla que determinaba la vida de todo el mundo era callar y obedecer y mirar hacia otro lado siempre que la verdad real pudiera contradecir la verdad oficial.

Y el propio Legasov, que llegó a ocupar un cargo importante (era miembro de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética, un rango equivalente a rector de una universidad), había tenido que callar y mentir y ocultar todas las verdades incómodas que se había encontrado a lo largo de su carrera para poder llegar a ocupar aquel cargo. De otro modo nunca lo hubiera obtenido, y él era el primero en saberlo.

Es cierto que el Legasov real presentó un informe honesto en el que exponía toda la verdad acerca del accidente, y eso le causó graves problemas con sus superiores, que querían una versión suavizada que exculpara por completo al Estado soviético y a los ingenieros que habían diseñados los reactores. Y también es verdad que sufrió la radiación del reactor averiado en compañía de los bomberos y los 'limpiadores' y los técnicos que lograron evitar la explosión del reactor. En ese sentido, su comportamiento fue ejemplar. Pero ese alegato que aparece en la serie de televisión, en el que Legasov se preguntaba extrañado cómo había sido posible el silencio de todo el mundo, era imposible porque Legasov era el primero que sabía muy bien que allí, entre los miembros del comité, todo el mundo conocía perfectamente las reglas del juego.

En cualquier caso, el accidente de Chernobil impactó tanto a Legasov que cayó en una severa depresión y al final decidió morir en la escalera de su apartamento, en 1988, dos años después del accidente. La periodista Masha Gessen, por cierto, decía que Legasov tenía aquel apartamento relativamente confortable por ser un científico que había hecho toda su carrera al servicio del poder soviético. De otro modo habría tenido que vivir en los sórdidos apartamentos comunales de los obreros y de los ciudadanos de segunda categoría que no pertenecían a la nomenclatura ni tenían buenas conexiones con el Partido. Dicho de otro modo, el precio de aquel apartamento era el silencio que había hecho posible el accidente del reactor de Chernobil.

A primera vista, nuestra sociedad parece muy distinta de una sociedad tan hermética y autoritaria como la soviética. Todo se discute, todo se argumenta, todo está sometido al veredicto de la realidad empírica. O eso, al menos, es lo que nos creemos, aunque la realidad quizá no sea tan reconfortante.

Hay muchos asuntos (y cada vez son más) que se han vuelto intocables y que se han convertido en tabú. Nadie puede opinar de forma diferente a la verdad establecida, nadie puede tener una visión distinta de la verdad oficial (al menos si quiere medrar académicamente o en la Administración o en la Universidad, como le pasó al buen Legasov). Si uno quiere vivir tranquilo y hacer una buena carrera profesional, lo mejor es callar, disimular, aceptar los dogmas establecidos y asentir disciplinadamente, no vaya a ser que caigamos en la tentación de revelar la existencia de una verdad real que contradiga la versión oficial (la de los dogmas intocables impuestos por las redes sociales, por ciertos programas de televisión y por ciertos mandamientos ideológicos surgidos de las universidades).

Cada vez hay más gente que sabe que debe callar y obedecer si quiere hacer carrera en la televisión, en la Universidad, en la Administración, en la enseñanza pública, y mucho más aún si se trata de ciertos lugares que todos conocemos muy bien. Es una verdad incómoda, pero convendría que la tuviéramos presente.