El gran músico Pau Casals, enamorado de la perfección y pureza cristalina de Johann Sebastian Bach, defensor incansable de la paz, enemigo declarado de los totalitarismos modernos, hubo de contemplar, hecha realidad y para su desgracia, la monstruosa Premonición de la Guerra Civil que había plasmado en el lienzo Salvador Dalí. Emprendió la vía del exilio después de la victoria franquista y se refugió en Prades, histórica población francesa estrechamente vinculada a la cultura catalana; allí el artista pretendió recluirse en vida, porque declaró que renunciaba a tocar en público. Quizá el goce que deparaba la música le resultaba inadecuado después de contemplar a su país postrado bajo el peso de la tiranía, a Europa destruida después de una guerra mundial y al resto del mundo esperando una nueva conflagración mas devastadora que la anterior.

Sin embargo, la esperanza, persistente, se negaba a morir. Su enclaustramiento provocó que los ojos del público se fijaran en la pequeña localidad que había elegido y cuyo nombre, desde entonces, quedó indisociablemente unido a Pau Casals. A instancias de músicos e intelectuales relevantes se gestó una verdadera peregrinación para ir a escuchar a Casals dado que Casals no quería, por el momento, ser escuchado en otro sitio. Mahoma y la montaña. La ocasión propicia fue el bicentenario de la muerte de Bach en 1950, entonces el flujo de la corriente se invirtió y en lugar de esperar que Pau Casals saliera a interpretar se optó por acudir a Prades a escuchar sus interpretaciones de Bach.

Personalidades del mundo cultural participaron en el acontecimiento intelectual de mayor relevancia de la época. Thomas Mann dedicó unas hermosas palabras al músico español alabando su genio pero sobre todo su compromiso, su amor a la paz y su valiente oposición al fascismo. El gran escritor también había conocido la vía del exilio, expulsado de su país natal, proclamó que donde él estuviera, allí estaría Alemania por más que las autoridades nazis se arrogaran la capacidad de decidir qué y quién era alemán. Sin duda volvió a tener presente estas consideraciones cuando le fue solicitado escribir unas líneas en honor del músico. Mann y Casals compartían análogas vivencias de desterrados.

También desde el exilio mexicano Indalecio Prieto sostenía que el amor incondicional a Bach, y el hecho de haberlo interpretado en la modesta iglesia parroquial de Prades, constituían por sí mismos un acto magnífico de resistencia contra la dictadura del general Franco. Casals, en su calidad de celebridad internacional, podía aspirar a una cómoda vida de honores y reconocimientos si volvía a España. Pero jamás lo hizo.

La cultura como puerto de refugio de la humanidad contra la barbarie fue la idea rectora en la vida de Casals y la fe en la música fue probablemente su tabla de salvación. Un mundo entero, sin embargo, había desaparecido ya convertido en cenizas para abrirse a una realidad nueva, con amenazas más graves y jamás vistas hasta entonces. Otro exiliado trágico y desventurado, Stefan Zweig, denunció el advenimiento de una era de oscuridad y comprendió desesperanzado que tenía ante sí el fin del modelo humanista, de modo que voluntariamente abandonó un despiadado mundo sin libertad ni goce en la creación intelectual. Indalecio Prieto, que también escribió una necrológica en honor del escritor austríaco, decía a propósito de Casals, que si bien la muerte nos segará a todos por igual, «no se puede extinguir el perfume que dejan algunos elegidos». Mientras se escuche a Bach, aunque se llore la partida de Zweig, no se extinguirá el aroma misterioso de la belleza y la humanidad tendrá derecho a la esperanza.