Durante varias décadas, la prueba de Selectividad ha sido el coco los estudiantes de bachillerato hasta que se cambió el nombre por otros tan intonsos como EBAU; adecuado final para unos estudios que comienzan con un determinante demostrativo de proximidad relativa al hablante, ESO. Para la universidad a la que da acceso, ni selecciona, ni evalúa, sólo discrimina y clasifica.

Cuando pienso en ese maldito examen que ha preocupado a varias generaciones de jóvenes, la memoria me devuelve la imagen de uno que camina por Murcia, Trapería arriba hacia La Merced. El primer día de la prueba tuvo la ocurrencia de comentar en casa que no estaba contento. La filípica del pater familias era entonces la respuesta común a semejante ejercicio de sinceridad. Ahí aprendió que el bachillerato no cura la ingenuidad. Cabizbajo y ligeramente abatido se encuentra con un conocido del club de ajedrez. La vida está hecha de pequeñas casualidades que te graban como el cincel del escultor. No te preocupes, lo vas a hacer fenomenal, ya verás. Era un excelente jugador que respondía al temerario jaque del contrario: ¿tú y cuántos más? Como aquel ¡quién como Dios! que aquel estudiante lleva en su propio nombre.

Unas palabras de aliento cambian positivamente la actitud del joven ante la hoja de papel en blanco. Si la enseñanza pública tuviera cierto sentido práctico, no nos dejaría siempre a los pies de los caballos. Veinte días después de finalizar las clases, íbamos como pollo sin cabeza a un examen que tenía el mismo valor aritmético que todo el bachillerato, mientras los alumnos de la privada acudían a su centro a repasar ciertas técnicas para hacer el comentario de textos, el ejercicio más valorado entonces; sencillo para quien hubiera practicado ciertos rudimentos. Te sorprendería, amable lector, la comprensión lectora que se estila en la universidad actual. Entenderías que para iluminar la universidad, es necesario pegarle fuego. ¡Y por ahí andan las mentes más preclaras del país!

Del infausto examen, que superé con nota, recuerdo un texto de Historia que entonces no supe identificar, aunque conocía el contexto y su significación. Mas no hablaré de la Declaración Monroe, sino de las imprevisiones del programa de selectividad, que aun fijado a principio de curso, era imposible estudiar con un mínimo de calidad. Verbigracia, en Historia de la Filosofía, un mes antes de la selectividad no sabíamos si entraba Marx la posterior estaba descartada ab initio. Si un estudiante universitario no tiene necesidad de conocer el pensamiento de alguien que ha marcado la Historia del último siglo y medio, tendrás idea, crítico lector, del problema que tenemos. Poco después me adentré por los vericuetos de la Filosofía y el pensamiento contemporáneo como Livingston en el corazón de África en busca de las fuentes del Nilo, sin mapa y sin guía.

Un examen jugado al albur de una suerte de lotería no es precisamente la mejor manera de evaluar la capacidad ni la aptitud de un estudiante. Al cabo de los años y la experiencia, sigo pensando en la incoherencia del sistema, mas la conclusión que colijo es más radical que entonces, cuando descarté la enseñanza porque pensé que estaba reservada para las mejores cabezas y opté por el ejercicio de una profesión de más lustre histórico que prestigio presente.

Desde la tarima de las mismas aulas de la selectividad, un viejo profesor contaba que los exámenes eran invento de los chinos para seleccionar al cuerpo de mandarines, aquellos poderosos funcionarios del imperio de 'la feliz gobernación' merced a un conocimiento que no todos poseían. La escritura china es algo más que una habilidad manual. Forja el carácter. De aquel profesor y de pocos más, aprendí algo que me ha resultado beneficioso, mas de cuestionable utilidad.

Años después, he vuelto a la universidad para comprobar el cambio de los tiempos, la inmanencia de los problemas y la inepcia de las soluciones. «Hay que cambiarlo todo para que todo siga igual», decía Guiseppi Tomasi di Lampedusa en El Gatopardo. Le ponía voz Alain Delon para declarar a Claudia Cardinale en primera persona del plural de una vetusta y decadente aristocracia, «continuaremos creyéndonos la sal de la tierra». Los exámenes tipo test son moneda corriente en la universidad española del siglo XXI, no se necesita más evidencia de lo caduco del sistema.

Me cuestiono el método pedagógico en una asignatura de unos pocos créditos que sintetiza lo que estudié en cuatro años de carrera. Impartir una supuesta cuatrimestral a razón de hora y media semanal de clases teóricas sería un reto para San Agustín, como aquél niño que pretendía meter todo el agua del mar en un hoyo en la arena. Ello no es óbice para inferir una idea de lo que debe ser una universidad: una puerta al conocimiento y al mundo que la circunda. Empero, la sociedad la considera una formación profesional avanzada, mientras algunos profesores columbran el panorama desde una torre de cristal cual minarete de una mezquita, tan lejos de Dios y tan cerca de los hombres. ¡Craso error!

Te diré, lector, el beneficio que recibí de la universidad y que intento transmitir a unos pocos alumnos. No por el sueldo infamante del profesor asociado, que no alcanza la condición de salario, pues éste es la sal que alimenta y aquél, la soldada que pagan al peón de infantería. Sino lo mismo que propugno con este impertinente y divergente artículo, aprender a pensar. Serás un buen abogado si piensas en clave jurídica, un buen ingeniero si resuelves problemas de utilidad, un buen matemático si calculas con lógica, pero si no hay criterio, todo se reduce al propósito del zascandil que pasea los libros, engaña a sus padres y a la sociedad en la que vive. Un universitario debe aprender a pensar y para ello es necesario iluminar la mente, aunque suponga erigir un túmulo funerario con todos los prejuicios con los que el neófito entra en el templo. Tal vez cuando salga sea un iniciado, pero si el altar es una tómbola de rifas, entonces será sólo un iluminado más y de esos ya tenemos demasiadas muestras.