El próximo día 9, Día de la Región, la Comunidad Autónoma les concederá la medalla de Servicios Distinguidos, entre otras personalidades, como mi admirada Dionisia García, a dos caravaqueños: Alfonso López Rueda y Antonio López Bermejo. Del primero, director general de Postres Reina, poco puedo añadir: que ha conseguido convertir el obrador semiartesanal de su padre en una multinacional que ya tiene hasta una fábrica en Houston (Tejas). Y que me da que sigue siendo el mismo zagal sencillo y cordial de nuestra juventud.

Por eso quiero centrarme en alguien menos mediático: Antonio López Bermejo, el médico y héroe silencioso de la Fundación Española para la Lucha contra la Leucemia (FELL), al que siempre conocimos como el Bermejo, el Berme, al que yo llamé siempre el 'Almejo'. Cuando uno lleva un apellido singular y sonoro está destinado a arrostrarlo durante toda su vida e incluso durante toda la mía. Aprender a aguantar las bromas sin ir matando zagales por las esquinas es una extraordinaria escuela de vida, y jamás tuvimos que ir al psicopitifláutico ni al bullyngtólogo: se apretaban los dientes y se les esperaba en el campo de fútbol, echando un 'ajo' con la pelota de frontón o en el 'chinche monete', la taba, el abejorro o 'a la una, la mula', donde una vez me abrieron la cabeza. Los juegos infantiles antiguos, y que hoy los pedacursis considerarían violentos, siempre fueron un modo civilizado de saldar las deudas.

Antonio empezó luego Medicina, y hasta compartimos piso en segundo, después de que me echaran del Colegio Mayor Belluga por haber encabezado una huelga. Era un piso de futuros médicos (el Ángel, el Pocico, el Berme), más este 'sisebuto', servidor, que cursaba Filosofía y Letras. Un día, al volver de vacaciones, me encontré el baño lleno de muertos. Literal. Habían asaltado un cementerio abandonado y estaban limpiando los huesos en la bañera para estudiarlos después. Mi rebelión fue sonada, y al grito de «Yo sí me baño» les auguré las siete plagas si aquello no desaparecía de inmediato. Y como me gustaría que me siguieran hablando, no voy a contar otros ochocientos desastres que montamos en aquel piso fantástico, donde, sólo a modo de ejemplo, cada uno guardaba su plato sin lavar con los restos amarillos de los huevos fritos como forma de vacuna y profilaxis, pues sin duda allí debieron crecer abundantes penicilium. Éramos bastante más salvajes que los jóvenes de hoy, pero si nos pillaban se nos caía el pelo y hasta las orejas, y no nos compraban un teléfono nuevo con cascos para rellenarlas.

Antonio ejerció luego en la Puebla de don Fadrique, donde preguntas por el doctor Bermejo y te invitan en los bares. Ya en Caravaca conoció a Domingo Aranda y crearon la Fundación. Y en ella se dejaron la piel, el tiempo, el dinero y la dedicación a sus familias en una tarea que justifica una vida. Luego Domingo fue elegido alcalde y Antonio pasó a encargarse de la Fundación junto a Orencio Caparrós. En fin, no se me ocurre labor más noble que la de ofrecer consuelo y esperanza a niños gravemente enfermos a los que alojan en Ecuador o en Murcia, junto a sus familias, para recibir tratamiento.

Y algo más, algo que constituye una extraordinaria lección ética y personal: jamás ha dado ni la más leve muestra de presunción, soberbia o vanidad, tan humanas, ante la enormidad de su entrega a los demás. Ni siquiera habla de ello. Me he tenido que enterar por la red, y somos amigos hace cincuenta años, de que algún tiempo atrás hasta protagonizó un vídeo de Iberia sobre la FELL. Y nadie piense que es ningún santurrón. Al contrario, mucho genio y mucho sentido del humor y malafolla caravaqueños con los que intenta encubrir su generosidad y su bondad. En estos momentos estoy recibiendo algún disparatado guasap suyo a la vez que cometo esta traición. Sé que detesta las alabanzas, pero yo quiero levantar aquí estas líneas en homenaje a un hombre al que admiro, aunque no se lo haya dicho nunca. No me lo perdonaría.