Estamos acostumbrados a vincular el capitalismo con los procesos de endeudamiento. Y es de sentido común, pues una economía de mercado necesita de ellos para la continua inversión, que es condición del crecimiento productivo. Menos intuitivo, pero real en el presente, es la generación de una deuda a perpetuidad. Lo lógico es que, tarde o temprano las deudas se paguen. Ahora bien, un capitalismo contemporáneo al que le advienen de forma necesaria microcrisis transitorias (como piensan Negri y Hardt), se ve obligado, para superarlas, a acelerar su ritmo rentabilizador. Ese oscuro presagio que Marx y Engels incluyeron en su Manifiesto Comunista cae sobre nosotros con estrépito.

Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y movimiento constantes distingue a nuestra época de todas las anteriores. Y lo que ocurre es que nuevas y más raudas apuestas prospectivas crean más voluminosas deudas. Es así como, por ejemplo, llega hoy el Estado a adquirir una deuda pública prácticamente perenne, tan perenne como la que adquieren los individuos para sobrevivir. Tal vez tenga un límite en la globalización completa este incremento continuo de la velocidad. O tal vez nos destruya.

En cualquier caso, para el capital, que tiende a persistir ad aeternitatis y que se comprende bajo esa condición fundamental, el acelerar es, en principio, tarea infinita. Pero dado que nosotros somos arrastrados en su vorágine, nos hacemos deudores de ella. Y no sólo para sobrevivir, sino al mismo tiempo para ser, pues el ritmo frenético del capital nos obliga a identificarnos con las prácticas que él exige.

Uncidos al yugo del capitalismo de la hiper-aceleración, como se le podría llamar, los seres humanos nos convertimos en sujetos de una deuda infinita, no sólo material sino simbólica, lo que significa que somos conminados a experimentarnos como seres carenciales sin remedio, como seres que actúan, no desde su propia exuberancia, desde lo que anhelan ser y en pos de su autorrealización, sino desde el tener que pagar el mismísimo hecho de estar vivos con esa moneda consistente en someternos a una tarea asignada por la funcionalidad del crecimiento, una tarea cuyo final prometido se desvanece con el comienzo de otra en un camino sin término.

Expresado con mayor rigor: tendemos a ser un no-ser siempre deficitario y convicto, una oquedad culpable ante el acreedor inmaterial del tiempo. Siempre por delante de nosotros, el tiempo nos reclama una deuda. Y así, en el ocaso de la fuerza vinculante de la religión, ya no hemos de saldar cuentas por pecadores sino por productores. El sentimiento de estar en falta ya no se sustenta en el credo religioso. Secularizada la relación carencial con lo sagrado-cristiano, el ser humano del presente se hace deudor de Kronos, el dios del tiempo, que acaba devorando a sus hijos.

Ahora bien, el capitalismo no tiene en esto toda la responsabilidad. El capital acaudilla los movimientos de la política y genera prácticas en una organización social. Pero este rostro socio-político de la civilización se sustenta en el humus de la cultura, entendida como forma de vida y modus operandi civilizatorio. En ella arraigan valoraciones y tendencias que no son prácticas visibles, sino invisibles modos de comprender el mundo. Pues bien, desde el comienzo de la modernidad viene incrustándose en el subsuelo cultural una idea de progreso que amplifica esta relación con el tiempo producida por el capital. Se trata de un progreso comprendido desde el ideal de la Mathesis Universalis, es decir, desde la lógica del orden y la medida. Se progresa, según ello, sólo de un modo cuantificable, jamás cualitativamente a través de anhelos o principios. En el corazón cultural se ha ido instalando el culto al algoritmo y aquello que no es susceptible de ser cuantificado simplemente no existe. No existe la educación que no se expresa en créditos, tampoco el trabajo cualitativo, extraño al cómputo frío de jornadas. Las metas sin predictor, las relaciones imponderables, los proyectos des-medidos... todo esto no es parte del mundo compartido, sino acaso del submundo arrabalero de las vidas privadas, que sólo importan a sus solitarios moradores.

El Mandato de Cuantificación (cultural) y el sentimiento de la Deuda Infinita (condición del capital y, por tanto, socio-político) encajan en un dispositivo funesto: el de la Deuda Resarcible en Cantidades. Gran parte de la angustia del sujeto actual se cifra en que debe pagar su deuda, divina por infinita, a fuerza de acumular cantidades: de relación interpersonal, de propósitos, de actividades, de reconocimientos... en una febril carrera algebraica. Y esto a sabiendas de que ningún Cúmulo será suficiente como ofrenda sacrificial en el nuevo templo de lo sagrado.

No extrañaría, entonces, que creciesen en nuestro tiempo dos nuevas clases sociales: la de los sumisos que, autoengañándose, se erigen en fieles defensores de lo que los mata, reaccionando resentidamente, al mismo tiempo, contra todo y contra todos; y la de los que se declaran en rebeldía, una parte de los cuales, abrumados, confiesan su culpabilidad castigándose punitivamente hasta que, finalmente, y mientras susurran el perdón, se dejan caer en el abismo.