Hubo un tiempo, no hace mucho, en que el escrache no formaba parte de la vida política española. Efectivamente, antaño los partidos políticos hacían sus actos electorales sin algaradas ni agresiones de los opositores, por más que sus argumentos y propuestas no fueran del gusto de una parte de los ciudadanos. La propia palabra 'escrache' es un neologismo que importamos de la política argentina, donde se acuñó a mediados de los 90 del siglo pasado.

En nuestros días el acoso callejero a los políticos, en esta última larga campaña electoral, es un hecho cotidiano, casi legítimo. Sólo sorprende, un poco, a la adormecida opinión pública cuando se rodea de circunstancias excepcionales, como en el caso de Begoña Villacís que sufrió un escrache estando embarazada. También hay que decir que resulta bastante más habitual el acoso a líderes de derechas (Ciudadanos, PP, Vox) que de izquierdas, quizás por esa pretendida 'superioridad moral' de la izquierda.

Lo terrible de los escraches no es el hecho en sí, que normalmente no entraña más violencia que la verbal, sino la normalización del insulto y el silenciamiento del opositor. En la mente del ciudadano actual se ha instalado, como un razonamiento lógico, que si un personaje famoso (especialmente un político) pretende aparecer públicamente para defender sus propuestas, resulta aceptable que quienes no estamos de acuerdo con él le increpemos, le insultemos, le amenacemos y, si tenemos suerte, acallemos su voz. Se trata de una actitud claramente totalitaria que degrada nuestra democracia, y como tal debería ser absolutamente reprobada por todos los líderes de todos los partidos.

Pero, aunque el término sea novedoso, y la deplorable práctica, reciente, el escrache ha existido de una u otra forma en nuestro pasado. Preparando una investigación científica, me encuentro con un edicto del Pretor de Roma, recogido por Ulpiano (siglo II-III dC) en el que expresamente se prohíbe la práctica de escraches. Dice el texto: «Daré acción contra el que se demostrara que realizó escraches contra alguien violando las buenas costumbres». El término latino es convicium que los traductores del siglo XIX interpretan como 'vocerío' y supone, según el jurista Labeón (siglo I dC) una ofensa contra el honor del escrachado. El pretor aclara que se someterá a juicio tanto a quien realice la acción como a quien la promueva o incite, tanto si el escrachado está presente durante el vocerío como si está ausente; por ejemplo, añade, «si alguien va a tu casa a increparte comete el delito, estés presente o ausente, como también si acude a una taberna u hostería donde te encuentres». Pero los juristas, expertos en delimitar y precisar los términos de la ley, aclaran: para que una vocería sea ilícita tiene que proferirse en voz alta, a gritos, con actitudes dirigidas a intimidar a la víctima. Además, tienen que dirigirse contra una persona concreta, puesto que no se trata aquí de limitar el derecho de manifestación, sino de proteger a las personas; y finalmente, tiene que realizarse en contra de las buenas costumbres, es decir, profiriendo insultos y amenazas humillantes o atemorizadoras.

Conocemos el texto, como casi todo el Derecho Romano, por la recopilación de jurisprudencia que elaboró Justiniano en el siglo VI (el Digesto), aunque al nombrarse la autoría de Ulpiano sabemos que fue escrito durante los primeros años del siglo II. La referencia al Pretor como autor de la norma nos lleva a los tiempos de la república romana (siglos VI-I aC), una época especialmente convulsa en la que la inestabilidad política fue frecuente, sucediéndose varias guerras civiles. No en vano, el poeta satírico Juvenal (siglo I dC) decía que en Roma había que hacer testamento antes de salir a la calle, pues podías verte muerto en cualquier algarada. El hecho de que una materia concreta requiera de una regulación específica es un claro indicio de que dicha acción era frecuente en aquel tiempo y constituía un problema que los juristas consideraron necesario regular.

El estudio de la antigüedad nos permite conocer nuestros orígenes, y nos demuestra que el ser humano se ha enfrentado muchas veces a los mismos problemas, inventando soluciones que, en ocasiones, nos pueden ser útiles. En este caso, una sociedad sana no puede tolerar impunemente estas actitudes fascistas, provengan de quien provengan.

Pero sin duda la lucha contra esta forma de totalitarismo callejero está en la educación: no solo en la enseñanza reglada en las escuelas, donde se debería aprender a tolerar y respetar las opiniones ajenas, sino en la docencia que realizan los líderes políticos y los medios de comunicación y cuya actitud frente al acoso trasladan al ciudadano una peligrosa tolerancia que deberíamos evitar por el bien de todos.