Desde tiempos inmemoriales la humanidad ha venido ofreciendo sacrificios en los altares de las divinidades, aquellas a quienes algo se les imploraba, aquellas cuyo favor se imprecaba, cuya protección era necesaria. Dicho sacrificio implicaba la ofrenda simbólica de un ser vivo mediante su destrucción; con su muerte, la víctima ofrendada quedaba en poder de la divinidad que había exigido el sacrificio.

Mucho hubo de andar la humanidad para oír de labios de Dios: «Amor quiero, no sacrificios», pero incluso después de haberlo oído, la raza humana, obstinada y contumaz, ha continuado ofreciendo sacrificios en los altares de dioses antiguos y nuevos; puede entregar como cada año a las fuerzas de la fecundidad y de la regeneración las primicias en forma de mieses o de primeras floraciones; puede ofrecer en el altar de la patria la carne destrozada de la juventud para que los dioses de la victoria honren con su presencia pebeteros de llama perpetua y coronas de laurel.

Hay muchos sacrificios vigentes hoy en día, los hay especialísimos, aparentemente nuevos, pero de una filiación antigua y prometeica, que se depositan en el altar de las divinidades que se ocultan detrás de la técnica. A estos seres demoníacos se les ofrece paso franco a los altares de Vesta para que se viole y profane a la antes venerada diosa del pudor, el recato del hogar y la intimidad. La intimidad, el derecho inviolable a proteger la propia imagen, se ofrenda en el altar de las divinidades técnicas que pueden exhibir, proyectar y difundir hasta el más íntimo de nuestros procesos biológicos, fisiológicos o mentales. Se da así acceso directo a las puertas del hogar, a lo más íntimo no ya de los pensamientos, sino de los puros impulsos sin matizar ni filtrar. Con la esperanza de convertir las apetencias personales en un evangelio universal muchos se lanzan a los cuatro puntos cardinales a través de una compleja, invisible y mágica red capaz de convertir a cada ser, por insignificante que sea, en el centro de una atención planetaria.

También los amos de la tierra operan de semejante forma, y como son grandes, se complacen no en sacrificar algo que les pertenezca solo a ellos, como el pueblo llano hace con su intimidad, sino en sacrificar seres inocentes ajenos a ellos, aunque no sean sacrificios cruentos, sino que se materialicen sobre objetos inanimados, meramente simbólicos. Y así cierto consejero de Hacienda, en una región que el lector seguramente conoce bien, pudo asegurarnos no hace demasiado tiempo a través de todas las terminales mediáticas posibles de imaginar en el siglo XXI que la dictadura del papel se había terminado, que todos nuestras relaciones con los intermediarios de la dominación burocrática serían electrónicas. Sea bienvenida la mejora.

Ahora celebremos la expiación inmortalizada en una fotografía que pasará a los anales de la Historia Universal. El gran administrador exhibe entre sus manos un humilde lápiz. Comunica que hoy, por última vez ha firmado un documento con sus manos. Estamos en el momento de máxima intensidad ritual, el punto de no retorno. Por fin procede el sacrificio, asistido por ayudantes al culto, que sonríen, pues es gozoso servir a los dioses, presiona levemente sobre el lápiz, este cruje, la madera se fractura, una leve torsión hace que el barniz de la superficie devuelva un último destello al reflejar la luz de las cámaras que registran el acto; la mina se quiebra, el lápiz muere. El sacrificio se ha consumado.

La técnica ha digitalizado la burocracia, pero es discutible que con ello haya que escenificar la ejecución del lápiz y poner fin a la historia de amor, sinceridad y confianza que desde siglos ha unido fraternalmente a personas de todo el mundo con un simple lapicero cuando le hacían transmisor de sus preocupaciones grandes o pequeñas, desde un nombre que no debía olvidarse a las primeras líneas de un poema, desde el monto de la lista de la compra a los primeros dígitos de una fórmula nueva.

Sobre la mesa, el cuerpo partido, sacrificado, de un confidente del género humano. Solo un símbolo, quizá. Pero también los símbolos pueden ser verdaderos y bellos.

No deberían morir.