Hace pocos días recibí una carta personal (iba a mi nombre, luego lo era), de Lee Gleedening, la editora ejecutiva de The Guardian. Como patrocinador que soy de la publicación (entre medio millón de subscriptores y patrocinadores más o menos) me contaba que las palabras que se utilizan en una información sensible van cargadas de profundos significados políticos. Por eso, el periódico que mejor ha sabido reinventarse en esta atribulada era de internet, había decidido que, a partir de ahora, llamarán 'crisis climática' cuando antes se referían al 'cambio climático'. Probablemente la decisión está influida por la ocupación de los alrededores del Parlamento británico durante varios días esta Semana Santa de manifestantes enfurecidos protestando contra la supuesta inacción gubernamental ante la crisis mundial que se avecina como consecuencia del cambio climático.

Sería imposible convencer a unos defensores radicales del medio ambiente como ellos de que la solución a todos sus problemas ha estado al alcance de la humanidad desde hace siete décadas, y que son los prejuicios y los miedos diseminados eficazmente por gente como ellos los que han provocado hasta hoy que el problema del calentamiento global de la Tierra se produjera. Porque la energía nuclear, ni más ni menos, ni menos y más, no expulsa ninguna cantidad CO2 y, por lo tanto, nos hubiéramos ahorrado gran parte del efecto invernadero cuyas consecuencias se anticipan nefastas en un futuro no tan lejano.

No es que yo critique la prevención y los miedos de la gente ante la posibilidad de un accidente nuclear. Lo que critico es el populismo (tanto da el de derechas como el de izquierdas) que convierten en un eslogan de fácil repetición, más fácil propagación y profundo efecto sobre la opinión pública, conceptos que son mucho más complejos y que deberían ser matizados. Ya lo dijo ese pizpireto político británico educado en los mejores colegios y universidades a propósito de los estudios académicos que vaticinaban un desastre económico después del Brexit: «La gente está harta de los expertos». No hay formulación más radical del populismo ni, por supuesto, de la estupidez de un político conservador como Michael Gove.

La energía nuclear de fisión, generalizada como fuente primaria, hubiera sido, como los expertos proclamaban siempre, una magnífica solución transitoria al efecto invernadero en la atmósfera. Por supuesto que tiene sus defectos, y sus peligros, pero estos se sitúan a años luz de los que asumimos tranquilamente, hasta hace poco, con las energías derivadas de la combustión de fósiles. Los feroces manifestantes de Londres, o mejor, sus padres y sus abuelos, hubieran hecho bien pensando que el mundo se compone de alternativas entre las que hay que elegir, y no soluciones radicales a los que apuntarse de generación en generación. Lo de la acumulación y degradación controlada, de residuos nucleares fue siempre un reto tecnológico que superar, y no demasiado complicado. En cien años como mucho (una gota de agua en el océano de la historia humana), hubiera sido refinada hasta hacerla cien por cien inocua o, más probablemente, hubiera dado tiempo a buscar alternativas como las energías de fuentes naturales reciclables. Sin ir más lejos, el brutal abaratamiento del coste de lanzar cargas al espacio exterior que han conseguido SpaceX y Blue Originin debido a la reutilización del vector de transporte justifica ya económicamente enviar al sol los residuos nucleares para su reciclado. No es ciencia ficción, es ciencia y economía real.

Tener miedo es humano, y el miedo colectivo se contagia. Por eso tenemos las religiones, que es la respuesta del imaginario común al temor a la muerte y lo que haya tras ella.

Del mismo material irracional están tejidos los temores a un accidente nuclear. Si faltaba algo para reconocer su causa, estos días estamos asistiendo a una auténtica maravilla, obra maestra de la narrativa audiovisual, que lleva por título Chernobyl, una serie estrenada por HBO y que narra de forma chirriante, precisa y descarnada lo que ocurrió en la Central Vladimilir Illich Lenin en la madrugada del 26 de abril de 1986, ubicada a 15 kilómetros de la ciudad ucraniana (entonces parte de la URSS) que le da nombre. El quinto episodio que completa la miniserie se estrena esta semana. En este relato, fiel a la historia donde los haya, se sabe el final de antemano, pero han bastado los primeros episodios para que haya sido elevada por la opinión de los aficionados suscritos a IMDB como una de las 250 obras maestras del cine y la televisión de todos los tiempos. Y subiendo.

El horror que causó Chernobyl es irrefutable. Más discutidos son sus efectos letales. 31 trabajadores y bomberos murieron entre esa noche fatídica y los tres meses subsiguientes, como consecuencia directa de la exposición a la radicación. El aumento de la incidencia del cáncer de tiroides (principalmente) entre los llamados 'liquidadores', más de medio millón de militares y trabajadores que participaron en la tarea de extinción y limpieza de la zona, y entre la población de vastas áreas afectadas, parece imposible de estimar. La serie, cuyo ritmo narrativo no da un mínimo margen a relajar la ansiedad del espectador, expone claramente la incompetencia de las autoridades soviéticas y el endiablado sistema de obediencia debida y falta de transparencia que motivaron sin duda el accidente nuclear y empeoró dramáticamente sus consecuencias. De hecho, viendo cómo actúan y piensan los personajes reflejados en la serie, se comprende mejor la caída del régimen soviético que leyendo cien tratados académicos sobre el tema.

En la era soviética, la agencia responsable de contabilizar e investigar los accidentes de aviación tenía dos listas separadas: los de las aerolíneas que usaban aviones de fabricación occidental y las de Aeroflot. La distinción era obligada debido a la enorme desproporción del número de víctimas causadas por los Tupolev de fabricación soviética con relación a los Boeing, McDonell Douglas o, posteriormente, Airbus. Lo mismo sucede si comparamos las víctimas del accidente nuclear de Harrisburg, el más grave antes de Chernobyl, y el de Fukushima, el único significativo ocurrido 27 años después. En ambos casos las víctimas como consecuencia de los respectivos accidentes son fáciles de contabilizar, porque son cero patatero. Ocurre con frecuencia (debido a los malditos miedos de la gente) que se confunden las víctimas del accidente nuclear en Fukushima, que efectivamente son ninguna, con las que produjo el tsunami que le antecedió y finalmente lo provocó, que son 16.000.

Números ciertos y comprobados que dejan sin razón a varias generaciones de opositores a la energía nuclear. A ellos (no a los políticos que van donde la opinión pública sopla) habría que culpar del cambio climático. ¡Perdón, Lee! Debería haber dicho 'crisis climática'.