Matilde Chelhot nació en Alepo (Siria) el 15 de diciembre de 1904. Desde niña, siempre tuvo una gran vida interior. Se casó con Jorge Elías Salem, empresario industrial. Sufrió por la imposibilidad de ser madre y por la delicada salud de su esposo. Le ayudaba todo lo que podía en la administración y negocios de la empresa.

Con 43 años se quedó viuda. Habría podido rehacer su vida. Tenía belleza, riqueza, trato señorial, amistades selectas. Pero descubrió su vocación por otro camino: dedicarse totalmente al prójimo, convirtiendo a los jóvenes pobres de su ciudad en su nueva familia. Con la ayuda del arzobispo se dedicó a realizar el grandioso proyecto dejado en testamento por su esposo Jorge. Comprendió que la juventud siria debía ser formada con competencia profesional: solo el trabajo digno y seguro podría marcar el futuro de Siria.

En 1947 llamó a unos misioneros para que dirigiesen la Fundación Jorge Salem. Desde ese momento, esa era su casa y su familia. Y esto sin dejar de comprometerse en un sinfín de apostolados y familias espirituales: Salesiana Cooperadora, Sociedad Catequética, Conferencias de San Vicente, colonias de verano para niños pobres y abandonados, vicepresidenta de la Cruz Roja, beneficencia islámica, obra de los jóvenes delincuentes, terciaria franciscana, Obra del amor infinito, Acción católica.

Ante todo, fue una mujer cristiana, promotora de reconciliación y de paz en su familia, trabajadora de la unión de los cristianos, constructora de unidad entre católicos y ortodoxos. Abierta a todas las obras benéficas sin distinción de rito, confesión o religión. Con 54 años supe que estaba afectada por un cáncer. En respuesta al diagnóstico de los médicos, solo dijo: «Gracias, Dios mío». El resto de su vida, aceptada como un Viacrucis, duró veinte meses.

Murió el 27 de febrero de 1961 a los 56 años de edad. En el funeral, el arzobispo la saludó con pocas palabras: «Santa Matilde». Quiso ser enterrada junto a su esposo en la iglesia dedicada, curiosamente, a Santa Matilde. Se había despojado de todo lo suyo. Había repartido sumas fabulosas, pero murió libre y desprendida de todo bien terrenal. Lo que quedaba lo distribuyó, por testamento, entre las obras de beneficencia, hasta poder decir: «Muero en una casa que no me pertenece».

Querida Rebeca:

No he encontrado nada mejor para contestar tu hermosa carta que hablarte de ese ser extraordinario que fue Matilde de Salem. Leí su vida hace un mes y removió mis sentimientos, dejándome bailando en la mente una vieja idea. Estoy asqueado contemplando esta feria de vanidades y egoísmos que protagonizan los muchos políticos de todos los partidos. Hablan de amor al pueblo. Pero si para beneficiar al pueblo hay que renunciar a alguna ventaja o suprimir alguna vanidad, mandan al pueblo a freír espárragos con tal de no perderse ni el menor beneficio. Ya sé que esto que digo es una caricatura; lo escribo para llamar la atención y hacer que la gente corriente analicemos lo que ocurre y colaboremos a mejorar el mundo. Y para mejorar el mundo tenemos que mejorar las personas. Es una tarea a la que estamos invitados. Por lo demás, estoy de acuerdo con todo lo que me dices de los gastos, la corrupción, la insolidaridad, etc. Añadiría una única cosa, a mi entender muy interesante: redondea tu juicio y no veas solo malo, hay también mucho bueno, hay gente parecida a Matilde, que trabaja mucho por hacer de la tierra una familia de hermanos. En el mes pasado han sido asesinados dos misioneros cuyo delito fue dedicar su vida a los demás. Abrazos.