Quienes pensáis que os debemos algo no deberíais cruzaros en nuestro camino. Quienes creéis que el mundo está contra vosotros (o contra vosotras) ya es hora de que despertéis a la realidad. Porque ha llegado el tiempo para dejar de mirar hacia atrás. Que la vida es muy, pero que muy larga. Que las afrentas que hayas podido recibir son una millonésima parte de una mota de polvo en la inmensidad de la historia del planeta. Que volver siempre a lo mismo, a lo que nos han hecho o a lo que nos han dicho, suena ya a ese cansino sonsonete que tiene más que ver con una burda excusa barata que con una realidad y su razón de ser que permanezca viva entre nosotros.

Me costó entender aquello de mirarse el ombligo hasta que pasé de la adolescencia y escuché a un buen amigo decir que cada uno de nosotros somos responsables de nuestra vida, que no podemos ir por ella quejándonos de que, si tuve unos padres autoritarios, que no me quisieron. O que la maestra me tenía manía; que el policía, mala sombra por ponerme una multa; que todos los políticos son iguales; que todas las mujeres son unas tal, y todos los hombres son unos cual; que mi jefe es un cafre; que los curas, ya se sabe; que el médico no me escucha; los abogados, unos caraduras; los sindicalistas, los periodistas, los agricultores? En fin, que se me acaban los colectivos y las personas que no me dejan vivir. Un mensaje tras otro para intentar engañarnos un poco más. Remover la toxicidad que destilamos para salpicar al más pintado y hacerle responsable de lo que nos sucede.

«Yo no he sido», «yo no he sido», acabamos afirmando para no reconocer esa parte de razón que preside la mayor parte de las decisiones que adoptamos. Hemos sido muy buenos alumnos de otros que se miraron el ombligo antes que nosotros y eludieron cualquier tipo de compromiso. La culpa siempre la tiene alguien que no está aquí, dentro de mí. Por no estar dispuesto a aprender de nuestros errores, desaciertos, deslices, caídas o traspiés somos capaces de convertirnos en verdugos de quienes tenemos más cerca. Existan o no vínculos de sangre con esas personas nos cuesta mostrarnos como el animal que somos, con dosis de racionalidad o sentido común según el momento de la vida que toca atravesar. Al ejecutar esa venganza desde la cobardía que practicamos, desde nuestra atalaya, nos convertimos en depredadores de los sentimientos, de los afectos, de las emociones y pasiones que forman parte integrante de nuestro género.

Nuestro ombligo, por tanto, está bien donde está. Cumplió y cumple su misión, pero hay que dejarlo tranquilo, en su sitio, junto a nuestros michelines, cerca del estómago y como un elemento más de la realidad corporal, que no es otra cosa que la nuestra. La que nos haya tocado tener y hayamos construido merced a los hábitos de vida. Por tanto, no está de más darse cuenta de que la pequeñez de la existencia frente a la inmensidad de los períodos de la humanidad nos enseña a practicar y ejercer la humildad como norma esencial para vivir bien. Una humildad que, por cierto, vendría a cuento en este sainete prolongado de los pactos postelectorales. Al fin y a la postre, hay quien el ombligo no se lo deja de mirar ni cuando duerme.