De pronto, y de modo insólito en aquella clase de cafres, «en el silencio sólo se escuchaba» el armonioso silbido de uno de mis compañeros de la primera fila, que se lo estaba pasando pipa mientras aparentaba resolver algún silogismo: BARBARA, CELARENT, DARII, FERIO. Y en aquel momento maravilloso, pajaril, pregunta don Blas, que acaso acababa de despertar de algún futuro cuadro de almendros en flor de los que nos enamoró para siempre: «¿Quién está silbando? ¿Has sido tú, Ángel?». Ya no sé más. Lo que recuerdo es la hilaridad general, el festejo, el descojonamiento, con perdón, acaecido cuando el gran Ángel Hervás contestó en genialidad memorable: «Don Blas, yo estaba respirando».

Excusa que don Blas, Blas Rosique, uno de los mejores pintores que han dado estas tierras, aceptó en su bondad infinita, además de que nunca sabremos si también se estaba descuajeringando por dentro. Puede que como máximo castigo nos adelantara que, al día siguiente, iba a haber un «examen sorpresa, un examen sangriento» de aquellos en los que todo el mundo copiaba a mansalva. Don Blas había sido nuestro profesor de Geografía en los primeros cursos del Bachillerato y en Sexto nos enseñó Filosofía, sobre todo (además del intento de desasnarnos con la lógica aristotélica) una lección que nunca olvidaremos: la de que la felicidad consistía en entregarse a una pasión y no tomarse disgustos.

No quiero extenderme sobre aquel bachillerato que tuve la suerte de cursar en el Cervantes de Caravaca, a cuya formación le debemos todo. Sólo añadiré que, como había autoridad, había también imaginación para transgredirla y regocijo al hacerlo. Y que el estudio y el rigor que se nos exigieron quizás sea lo que echamos de menos en algunos de nuestros políticos de hoy, carentes de otra pasión que no sea el poder mismo, crecidos en un mundo blando, amébico, en el que todo es disimulo, plagio.

Evito así ese término posmoderno y cursi que es 'postureo', sin por ello faltar a lo esencial: el intento de hacer creer al otro que se está en mejor posición de lo que se está. Los partidos, como mi amigo Ángel, están estos días respirando y aparentando resolver silogismos, a la búsqueda de la mayor cuota de poder posible. Afortunadamente.

Y lo digo, porque, en efecto, por fortuna, la mayoría de los partidos comparten lo fundamental: la propiedad privada, la libre empresa, el capitalismo y su corrector en forma de Estado del Bienestar, la proyección europea. Con matices y hasta con cuestiones morales y culturales (que es donde la izquierda, derrotada económicamente, ha acampado) muy controvertidas. Pero aquí no hay ninguna revolución a la vista ni se la espera. Los 'revolucionarios' son todos profesionales instalados, clases medias y altas con chaletes, apartamentos y buenas cuentas bancarias. Y hasta oro y platino bien guardado en casas con alarma. Y las primeras cabezas que caerían en una revolución de verdad serían las suyas. A todos estos sí que hay que aplicarles el término postureo, porque además son unos cursis y ya se ha dado cuenta casi todo el mundo.

Pacten, pues, todos los que compartan la Constitución y su reforma, si quieren, pero desde la ley. No debe haber otra exigencia. Con una excepción: el verdadero peligro para la democracia es el separatismo. Porque su fundamento es el desprecio a la ley y a aquellos de los que quieren separarse. Ese es el mal: el sentimiento neonazi de supremacía, la xenofobia que sufren los no nacionalistas en las Vascongadas del fariseo PNV y de Bildu, y en la Cataluña de Puigdemont, la Esquerra, los niñatos comunistas burgueses de la CUP y los independentistas vergonzantes de Podem(os). Es a esos a los que hay que aislar. A ellos y a todos los que cabalguen o se apoyen en ellos. Y es en Navarra donde el PSOE deberá volver a elegir si está con la España de la libertad y la Constitución o con sus enemigos.