El muy pretérito alcalde de Madrid Tierno Galván, en un memorable bando en el que volvía a demostrar tanto su preocupación por la calidad de vida de los ciudadanos como su afán por usar un castellano deliciosamente decimonónico, comunicó a los madrileños que se proponía hacer las máximas 'calles de sólo andar' que le resultara posible. Se negaba así a utilizar un verbo, peatonalizar, que no existe en el diccionario de la RAE por mucho que lo utilicemos. En cualquier caso, el viejo profesor estaba en aquel momento conjugando algo mucho más importante si cabe que el escrupuloso uso del idioma: el bienestar en las ciudades, el futuro del medio ambiente urbano.

Por mi parte he utilizado en más de una ocasión esta columna para defender que reivindicar la ciudad para el peatón no es ni un brindis al sol ni un vano ejercicio de utopía, sino que lo que es utópico es creer que podemos transitar el siglo XXI con nuestras ciudades protagonizadas por el coche, el ruido y el atropellamiento.

Aquí, en este asunto, toca ser radical, o sea ir a la raíz de las cosas Ser conscientes de que las calles no se pueden ensanchar más y que las aceras no pueden tener más metros que metros tenga la linealidad de la calle, por lo que es imposible que quepan más coches aparcados. Cualquier escenario que no implique ser valientes y detraer claramente el tráfico de las ciudades significa un error que pagan las propias ciudades en forma de más ruidos, más nervios, más accidentes, más contaminación, más embotellamientos, menos sosiego, menos mediterraneidad (otra palabra que sospecho que no existe), menos excelencia turística, menos civilidad, menos calidad de vida y menos futuro.

La valentía de muchas ciudades de nuestro entorno europeo nos demuestra que la política de 'calles de sólo andar' no sólo es posible sino imprescindible. En las ciudades de nuestra región va habiendo acciones de peatonalización (perdón, de construcción de calles de sólo andar) que son puntos de partida. Pero sólo eso: puntos de partida que hay que profundizar con valentía y sensata radicalidad, detrayendo el tráfico del centro urbano, recuperando calles y plazas para la calidad de vida, y complementándolo con un eficiente sistema de transporte colectivo a precios razonables, de sistemas de carga y descarga consensuados, de aparcamientos disuasorios, de 'intercambiadores nodales', por ponernos pedantes, de trenes de cercanías, de carriles-bici, y de otras tantas medidas que hagan posible en la práctica lo que ya es deseable en la teoría.

La ciudad que decide avanzar hacia el 'sólo andar' encuentra al principio resistencias sociales, no muy consistentes pero bastante difundidas, que inevitablemente tienen un coste político momentáneo. Los comerciantes o los transportistas, anclados a menudo en argumentos tópicos que no resisten un análisis serio, suelen alzar su voz y oponerse. Pero al medio o incluso al corto plazo, se demuestra que todos salen ganando: el ciudadano mejorando su calidad de vida, el turista realizando una visita satisfactoria, el transportista comprobando que sus pases de carga y descarga funcionan y el comerciante viendo en su cuenta de resultados que conviene a su negocio que las zonas comerciales combinen paseo y consumo.