La historia es muy conocida. Cuando los nazis entraron en Amsterdam, la familia Frank y siete personas más se escondieron en la parte trasera de una casa a la que se accedía por una pared falsa y allí permanecieron durante dos años hasta que, a punto de terminar la guerra, fueron descubiertos y enviados a campos de exterminio. Con la liberación fueron encontrados varios cuadernos escritos por Ana, la más joven de todos los ocupantes, una niña de 13 años en el comienzo del encierro. Visité la casa a finales de los 80 y apenas recordaba la lluvia cayendo sobre el canal de enfrente y, en el interior, el instante en el que una estantería se desplazaba para dar paso a la vivienda secreta. Al volver ahora a la casa temía que, al haber sido convertida en un museo que recibe cada día a cientos de turistas, se hubiera perdido la fuerza que emanaba de aquel minúsculo lugar que concentró de una forma tan intensa lo mejor y lo peor del ser humano.

El museo está hecho con gusto, sencillez y respeto. Hay primero un pequeño recorrido en el que se cuenta la historia de forma muy sintética, con vídeos y textos. Ese tramo resulta un poco frío, pero en cuanto se llega a la estantería falsa que da acceso a la casa de atrás se produce un leve cambio, casi no te das cuenta, pero sientes que estás entrando en aquel tiempo, en la experiencia que Ana contó. Las habitaciones están completamente vacías, pues así las dejaron los nazis cuando las descubrieron y así decidió conservarlas el padre de Ana cuando regresó al final de la guerra como único superviviente del grupo. Hay paneles que explican quién ocupaba cada habitación y se han añadido fotografías que las reconstruyen tal como estaban entonces, de manera que la imaginación devuelve a su lugar muebles, objetos y personas.

en el vacío de la habitación de Ana había algo que me sobrecogió. Pegados al papel amarillo ocre que cubre las paredes se conservan algunos recortes de revistas con fotografías de estrellas de cine de la época. Pensé entonces en mis hijas, que tienen la misma edad de Ana cuando escribió sus últimas palabras en el diario: «Es un milagro que todavía no haya renunciado a todas mis esperanzas». Ella soñaba con ser escritora y periodista y mientras lo soñaba ya lo era. Sus palabras nacían del lugar donde nacen las palabras más necesarias: de la oscuridad, de la esperanza. En una época de resurgimiento de las políticas del odio, el cuaderno de Ana sigue abierto para nosotros y nos habla con la misma verdad inocente y sencilla de entonces.