Tuve una vez un perro que se llamaba Rufo. Estaba tan mal educado que cuando le decía «¡ven!», se iba. Se cargó con sus dientes y pezuñas las mangueras de riego de mi jardín, no una vez sino varias. Por lo que leí sobre el tema, ese comportamiento probablemente estaba originado por la sensación de abandono que sentía el pobre animal al salir toda la familia tarifando por las mañanas, con destino al colegio o a sus respectivos trabajos.

Finalmente encontré un acomodo a mi perro díscolo en una finca campestre propiedad de mis cuñados Ana y Alejandro, donde parece que pasó el resto de su vida disfrutando de libertad, compañía y con una misión: cuidar de las cabras que mi familia trataba con mimo para mejorar genéticamente la especie de cabra murciano granadina. Mi cuñado es un auténtico amante de los animales. Yo, por el contrario, no tengo la paciencia, la voluntad o la profundidad de sentimientos y empatía necesarios para cuidar propiamente de uno de estos bichos. Tengo otra cuñada viviendo en Londres que trata a su perro (un precioso cocker spaniel de raza llamado Río) con mucho amor y cuidado, asumiendo los trabajos, penalidades y costes económicos necesarios para asegurar en todo momento su salud y bienestar.

Incluso hace poco tuve la tentación de adoptar un gato, especie animal que parece más compatible con un joven senior egoísta que soy yo. Con Susana, mi mujer, hicimos acopio de decisión y visitamos El Refugio Cañada Hermosa, donde pudimos comprobar que los animales (en concreto gatos y gatas) reciben un trato exquisito. Cuando ya habíamos elegido el ejemplar que queríamos adoptar, una preciosa gatita de pocos meses de edad, recibimos una preocupante misiva por vía de correo electrónico que nos apercibía en términos inequívocos de que el cuidado del animal en cuestión nos exigiría un nivel de compromiso con su bienestar material e incluso mental que nos replanteamos nuestra decisión. Creo que hicimos lo correcto.

Que España es un país con la natalidad más reducida de los países desarrollados es un dato conocido popularmente. La propuesta que un partido lleva en su programa electoral de declarar familia numerosa a las que constan de al menos dos vástagos parecería ridícula si no fuera patética. Pero no hay que quedarse con el dato de España, por deprimente que parezca. Estuvimos invitados hace poco a una reunión de antiguos graduados. El paso del tiempo obliga y una gran parte de ellos tiene edad sobrada para tener uno o varios nietos. Nosotros somos orgullos abuelos de dos nietecillos de cuatro y dos años respectivamente. Para nuestra consternación, allí aparecieron tímidamente al principio y decididamente después fotos de persanijillos encantadores, pero no humanos como nosotros esperábamos, sino de las especies gatuna y perruna, de múltiples razas y pelajes, eso sí. Al tiempo que celebrábamos con sus propietarios las innegables y acreditadas virtudes de sus mascotas, nos preguntábamos si ese sería el futuro que tarde o temprano nos esperaría a todos.

Que la disminución de la natalidad coincida casi milimétricamente con el aumento de la renta per cápita de un país habla con nitidez del egoísmo inherente del ser humano, o por lo demás de cualquier otro ser vivo. La natalidad nunca ha dependido como podría pensarse de la eficacia de los métodos anticonceptivos. Para regular la población la crueldad humana no ha tenido límites. Si no se podía detener la concepción por un método u otro, se resolvía la papeleta mediante formas variadas de infanticidio vergonzante, presentes en todo tipo de sociedades. El número de hijos ha sido siempre una variable dependiente del modelo económico de una sociedad y de sus familias. En concreto, las sociedades agrarias, con sistemas de salud inexistentes o primitivos, y sin seguros de cobertura en la vejez, han dependido y dependen de un amplia prole para asegurar la supervivencia de un número suficiente de hijos para trabajar los campos y asegurar la vejez de los mayores. Por eso la sofisticación de las economías y las coberturas sociales hacen innecesarios tener hijos. Ni muchos ni pocos. Con ninguno basta.

Puestos a disfrutar del cariño y de los arrumacos de un semoviente, mejor un perro o un gato, que no gastan tanto y no reclaman tan alto nivel de compromiso personal como un hijo, un ser humano al fin y a la postre. Nuestra generación aún se sintió compelida, probablemente por inercia, a tener hijos. Nuestros hijos, malcriados en un hedonismo asumido como derecho inalienable, se sienten solidarios con todo lo que se menea bajo el sol excepto su descendencia y la continuidad de la especie.

Se estima en 60.0000 el número de alpacas peruanas mantenidas y cuidadas con intenso amor por los británicos. Por lo visto, empezaron a importarse hace un par décadas para granjas destinadas a la fabricación de salchichas elaboradas con su carne. Debido a que las alpacas de natural caen simpáticas al personal (a diferencia de sus primas las llamas que tienen la mala costumbre de escupirte a la cara cuando su enfadan) y, sobre todo, a que las salchichas tienen un sabor asqueroso, las alpacas han sido elevadas por la sociedad sin hijos a la categoría de mascota doméstica. ¿Quién quiere tener un bebé humano cuando puede satisfacer su ego y su déficit emocional con una simpática alpaca?

Y no hace falta ir al Reino Unido (cada vez más desunido, por cierto). Esta semana hemos sabido por un informe del propio Ayuntamiento que en Madrid existen el doble de perros que de niños menores de cinco años. Y un número similar de gatos. Por lo visto, nuestra sociedad del bienestar está dispuesta a alimentar y mimar con cuidados exquisitos a animales de cuatro patas, pero no a nuestros cada vez más menguantes descendientes. Eso abre una posibilidad interesante. Tal vez después de unos cuantos millones de años de evolución en esta mismo dirección, nuestros perros y gatos evolucionen, desarrollen una inteligencia similar a la nuestra y hereden la tierra, como los monos y orangutanes que protagonizan la serie de películas del planeta de los simios.

O como dice un personaje en una viñeta cómica de José María Nieto para Abc: «A veces me pregunto qué país le vamos a dejar a nuestros perros».