El ruido es soez, desagradable, hiriente y sucio. El ruido deslumbra, quema, amarga, apesta. El ruido es un golpe, una paliza, aturde, intimida, marea y fatiga. Pero deberíamos saber distinguir entre ruidos y sonidos, entre lo extemporáneo y lo natural.

Alguna vez he escrito eso de que a veces el alma me pide «mar y silencio, ese silencio del mar que no es silencio del todo, sino un rumor de rezo que acompaña a la luz». Y lo mismo que con el mar me ocurre con el campo. De crío viví largas temporadas en una granja. Yo fui un niño campesino (me quedan de aquel entonces la costumbre de madrugar y unas manos más de labriego que de poeta), y amoldé mi sensación de silencio a esos sonidos naturales del campo, al ladrido lejano del perro, al rumor de los animales en el establo, a la esquila, al mugido, al cacareo. Y ahora (lo leímos primero en La Nueva España y luego en todas partes, y se ha hecho viral el vídeo del pastor Nel Cañedo), hemos sabido de esa absurdez de que hayan obligado a un hombre a deshacerse de sus gallinas porque molestaban a la quejica clientela de un hotel rural en Cangas de Onís.

Y la memoria, que se me dispara sola y sin avisar, me ha traído de pronto aquellos versos con los que Zorrilla inaugura su Don Juan: «Cuán gritan esos malditos!/ ¡Pero mal rayo me parta/ si en concluyendo la carta/ no pagan caros sus gritos!», y no es difícil cambiar malditos por gallitos y queda la rima a punto y perfecta para cacarearla ante su señoría y su justicia.

Es difícil añadir algo más sensato que lo dicho por Nel Cañedo Saavedra en ese vídeo que está dando vueltas por ahí, en el que exhibe esa claridad de ideas y de exposición propias del pastor español, que todos los pastores españoles son un poco filósofos o poetas o las dos cosas, especialmente este, que emparenta con Miguel Hernández por pastor y con Cervantes por Saavedra.

De modo que, una vez establecida la diferencia esencial entre ruidos y sonidos, quizás convendría ir al campo asumiendo lo que le es propio y natural, ese murmullo que tiene de cosa viva, ese rumor que lo envuelve y que es su latido, el ritmo de su corazón de tierra y sangre, y no pretender que tenga horario de parque temático. Es normal, lógico y hasta deseable que, cuando la luz empieza a deshacer la penumbra, el gallo salude a la luz y a la vida, a la alegría de lo que renace a la hora precisa, haciendo el alboroto justo, necesario, para inaugurar el milagro de un nuevo día.