Quizás haya países en los que los abogados no sean necesarios, sitios donde los derechos e intereses de los ciudadanos se defiendan sin la participación de profesionales que conozcan las normas y su aplicación. Yo no conozco ninguno, pero tal vez existan. Lo que sí sé es que nuestro sistema judicial requiere que los ciudadanos intervengan asesorados por un letrado y representados por un procurador. En la mayoría de los procesos es obligatorio, y en los que no lo es, resulta muy conveniente. Una sociedad compleja, como la nuestra, dispone de multitud de normas cuyo conocimiento escapa al ciudadano de la calle, por lo que comparecer en juicio sin asesoramiento profesional resulta arriesgado para la mayoría de nosotros.

Por esta razón, la Constitución española establece de manera expresa el derecho de defensa; esto es, el derecho a disponer en cualquier proceso judicial, de la asistencia de un abogado y un procurador. Este derecho se convierte, en los procesos penales, además, en una necesidad, ya que el reo no puede ser juzgado, generalmente, sin la presencia de un letrado.

Pero resulta que los servicios jurídicos son caros. Los abogados, procuradores o graduados sociales necesitan cobrar por su trabajo: tienen que pagar alquileres, impuestos, salarios€ y tienen la mala costumbre de comer tres veces al día y alimentar a sus familias. Aunque los honorarios son, por lo general, mucho menos costosos que en otros países, las facturas de los profesionales pueden ser inasumibles para muchos ciudadanos. Por eso, para evitar que la falta de recursos pueda impedir a alguien disponer de la defensa necesaria, establece la Constitución (art. 119) la gratuidad de la justicia para quienes acrediten «insuficiencia de recursos para pleitear». La cosa no es nueva. En las Partidas de Alfonso X El Sabio se ordena a los abogados que defiendan por poco o ningún dinero a «viudas, huérfanos y otras personas cuitadas». Se esperaba que atendieran a las personas menesterosas «por amor de Dios».

Afortunadamente no estamos en el siglo XIII y la Constitución proclama el Estado social como paradigma, lo que conlleva que las Administraciones asumen la responsabilidad de proveer los servicios básicos indispensables para una vida digna (sanidad, educación, pensiones€). De hecho, a lo largo del siglo XX se construyó en España un sistema sanitario público que garantiza un alto nivel de protección a todos los ciudadanos, incluyendo profesionales bien formados y dignamente remunerados. Sin embargo, en lo que respecta al derecho de defensa hemos avanzado muy poco desde las VII Partidas: ¿Se imagina el lector que el Estado le dijera al médico o al enfermero que le atienden de madrugada en la puerta de urgencias que sólo les pagará por su trabajo unas pocas monedas en el caso de que se demuestre que el paciente, o sea usted, es realmente pobre? ¿se imaginan que el médico de guardia no cobrara un sueldo digno por su trabajo?

Porque esto es lo que realmente ocurre hoy con los letrados y procuradores del turno de oficio: Los abogados de oficio son letrados particulares que, tras acreditar al menos tres años de experiencia y recibir la formación necesaria, pasan a engrosar unas listas que gestiona la Comisión de Justicia Gratuita. Por turno, cuando les corresponde, tienen 24 horas de guardia, en las que asisten a cualquier persona que lo necesite (en juzgados, comisarías, puestos de la Guardia Civil, etc.), haciéndose cargo de los procesos judiciales. Cuando terminan su trabajo tienen que presentar la documentación que acredita que esos ciudadanos atendidos carecen de los medios necesarios para pagarse un abogado, porque en caso contrario el Estado no les pagará y finalmente, si todas las comprobaciones son correctas y el ciudadano tenía derecho a la asistencia gratuita, el Estado les abonará una ridícula cantidad de dinero al cabo de tantos meses de retraso como dura sea la cara del político responsable. Si el ciudadano que ha recibido los servicios del abogado de oficio resulta no ser tan pobre como exige la ley, el abogado y el procurador quedan totalmente desamparados por el Estado, debiendo buscarse la vida para cobrar, en teoría, sus honorarios al cliente.

Uno de los tópicos más injustos de nuestra sociedad moderna es la del abogado avaricioso y miserable capaz de cualquier mezquindad con tal de ganar dinero. Con escandalosas e infrecuentes excepciones, los abogados (créame, he conocido a muchos) son profesionales vocacionales, trabajadores, idealistas, dotados de una gran empatía, y son capaces de una generosidad y un altruismo difícil de encontrar en otras profesiones. Quien se decide a estudiar Derecho suele ser una persona comprometida con la ética y la justicia.

Por eso el sistema sigue funcionando; por eso cada día y cada noche, cada festivo, habrá un abogado dispuesto a asistirle si lo interceptan conduciendo borracho, si su marido le pega o si, con razón o sin ella, la Policía le acusa de algún delito.