Los usuarios más atentos de las redes sociales se han hecho eco de lo que parece un extraordinario fenómeno paranormal: la primera fotografía real de un agujero negro se parece como dos gotas de agua a la imagen del Ojo de Sauron, esa encarnación del mal en El Señor de los Anillos que escudriña constantemente lo que sucede en el más apartado rincón de la mundo conocido y, por ende, y lo que más nos preocupa, de la Comarca habitada por ingenuos y felices hobbits.

A riesgo de llevar al extremo la comparación de la comparación, el Agujero Negro, o el Ojo de Sauron, parecen metáforas perfectas de que lo que sucede en las redes sociales. En concreto, con la propaganda de las ideas, que alientan al odio y convierten en paradigmas del radicalismo a personas que considerábamos previamente sensatas y equilibradas en sus juicios. La explicación no está exenta de una cierta complejidad, pero intentaré simplificar el fenómeno para los que no quieren confundir la lectura de un artículo de opinión de un periódico dominical con el inesperado descubrimiento del sentido de la vida.

Al contrario que la publicidad tradicional, que llega a su receptor por canales de comunicación compartidos por muchos miembros de la audiencia, los anuncios en las redes sociales tienen la característica de que se presentan a un individuo en su feed de noticias de forma que ningún otro usuario sea consciente de ello. Algo parecido, pero muy marginal, sucedía con el marketing relacional, que dirigía sus mensajes por correo ordinario con muestras de producto o con llamadas telefónicas a partir de la actividad que generaba el sujeto receptor mediante consultas mediante un cupón o con las compras con sus tarjetas de crédito (dependiendo de los mercados y las legislaciones nacionales). Pero eso era el chocolate del loro de la precisión publicitaria comparado con la masividad y la capacidad de influencia que ejercen estos mensajes individualizados a través de las redes sociales. Y lo grave es que no queda ninguna constancia de ellos, por la misma normativa de privacidad que teóricamente ampararía a sus usuarios.

Lo denunciaba en términos más que crudos la columnista de The Guardian C arole Cadwalladr ante una selecta audiencia formada por magnates de Silicon Valley en una interesante conferencia TED: «Vosotros», dijo, refiriéndose a los directivos de las empresas tecnológicas, «sois los responsables de que la democracia estén entrando en una edad oscura de la que difícilmente saldrá incólume». Para fundamentar su acusación, Carole Cadwalladr enseñó en su presentación visual anuncios que se utilizaron durante la campaña del Brexit por entidades cuya financiación de dudoso origen (entiéndase Rusia) excedió los límites de lo permitido legalmente. Estos anuncios afirmaban rotundamente que la Unión Europea permitiría la libre circulación de 75 millones de turcos, que usurparían consecuentemente los empleos disponibles para la clase trabajadora británica y alimentarían el terrorismo y el enfrentamiento entre cristianos y musulmanes. Si esta sarta de mentiras (la UE ni siquiera está en conversaciones activas con Turquía para la adhesión a día de hoy) fueran publicadas en cualquier medio de comunicación social mínimamente relevante, saltarían las alarmas y, al igual que corresponde a una infección de un cuerpo, acudirían los anticuerpos de los comprobadores de información y de los editoriales y artículos de opinión de de publicaciones de confianza. La gente al final se creería lo que se creería, y opinaría lo que opinaría, pero al menos existiría la posibilidad de confrontar las mentiras con los datos de fuentes fiables.

Estos anuncios de los manipuladores sin escrúpulos de redes sociales se comportan como la voz que susurra dentro del cerebro a los paranoicos esquizoides incitándolo a cometer un alevoso crimen. La voz se confunde con la de Dios, o tal vez de Sauron. La cuestión es que esos anuncios se subsumen en un agujero negro cuyo rastro es indescifrable. Basta con que una persona interactúe con Facebook doce veces (dándole a 'me gusta', comentando la publicación o compartiéndola con otros usuarios) para que la Red Social conozca más de tu carácter y tu forma de pensar que tu pareja de toda la vida. Estas afinidades, manifestadas de forma impulsiva y reveladora la mayor parte de las veces, permiten focalizar la publicidad en aquellas personas que tienen una alta probabilidad de compartir las mentiras dentro de su círculo de influencia, sean estas en formato de 'reflexión profunda', de información directamente falsa o como un meme satírico. Círculo de influencia que (¡oh sorpresa!) suele estar formados por individuos que piensan como él o ella. Lo que no suele percibir la gente que se mueven predominantemente en las redes sociales es que todos vivimos dentro de una burbuja social que confundimos con el mundo en general.

Conviene recordar aquí los apasionantes estudios desarrollados por el psicólogo conductista Stanley Milgram en la Universidad de Yale sobre la obediencia a la autoridad. Durante los años sesenta se hicieron famosos los episodios de cámara oculta televisivos inspirados en estos estudios en los que miembros del público inadvertido se ponían de cara a la pared interior del ascensor siguiendo el comportamiento de los que estaban en el secreto. O los súbitos cambios de opinión (contra la cruda evidencia en contra) de individuos que finalmente adoptaban lo que consideraban la postura de la mayoría en sus respuestas ante un falso concurso televisivo.

Este conocimiento exhaustivo de las inclinaciones ideológicas de individuos concretos, la alevosía y nocturnidad con la que los propagandistas del odio difunden sus mentiras, la inclinación de los que no tienen una opinión formada por adoptar lo que perciben es el pensamiento de la mayoría y el agujero negro de los impactos y de la inversión empleada en difundir estos mensajes, conforman una estructura terrorífica que conspira contra los más elementales principios de transparencia y confrontación abierta propios de la democracia.

Que Mark Zuckerberg, fundador de Facebook se haya refugiado en el Congreso norteamericano, país que aloja su negocio y sus inmensas bases de datos, y haya rechazado declarar frente al Parlamento británico y los parlamentos de varios países europeos, solo ayuda a profundizar la fundamentada sospecha de que hay algo podrido bajo la aparente inocencia de su cara de niño.

Ojalá la sociedad occidental encuentre la solución de esta grave amenaza democrática antes de que el agujero negro se nos trague a todos, Facebook incluido.