Hay épocas en la vida de las naciones, como de las personas, en que las palabras se desgastan igual que viejas monedas de cobre. La fricción constante va limando anverso y reverso, las leyendas que orlan los bordes se desdibujan como las palabras escritas con torpe caligrafía infantil sobre la arena de la playa, a las que el vaivén de las olas, el ir y venir del tiempo en un ciclo eterno de repetición, van progresivamente robando formas y contornos hasta hacerlos desaparecer. Las palabras, igual que las monedas viejas, pierden su valor, hay que refundirlas para acuñar conceptos nuevos, quizá en cecas diferentes pues las antiguas pueden haber desaparecido. A buen seguro reyes, leyendas y emblemas serán otros pues los asuntos del mundo están sujetos a mudanza continua.

A veces tardamos en comprender que las palabras gastadas ya no representan nada, las usamos como si estuvieran vigentes por pura costumbre. Cuando enferman, se debilitan y agonizan y se convierten en lema vacío, en vulgar eslogan. Esta quiebra espiritual anuncia cambios sociales venideros o puede que vientos huracanados de la historia, episodios más graves que adquieren la forma de revoluciones y disoluciones violentas del orden imperante.

Iliá Repin anunció la crisis de un mundo y la disolución de sus valores más íntimos y de sus convicciones más profundas cuando pintó su célebre Procesión de pascua en la región de Kursk el año 1883. Desde su santuario en el monasterio de Korennaya la procesión llevaba como todos los años el icono de la madre de Cristo hasta la ciudad. Y cada vez debía ser un ejercicio de afirmación de la fe ortodoxa, ocasión en que todas las clases sociales marchaban unidas y armoniosas bajo los estandartes de la fe siguiendo al venerable icono confinado en una hornacina adornada con cintas de colores. Tolstoy había descrito en Guerra y Paz al pueblo con sus campesinos, monjes y generales rindiendo culto a la Virgen de Smolensk, en medio de una excitación religiosa semejante, aún no apagado el ruido de las armas contra Napoleón.

Pero esta vez el artista vio algo diferente y alarmante. La procesión, bajo un día de sol de impresionantes tonos dorados, llevaba a su patrona, Nuestra Señora de Kursk, pero el tono solemne desparecía cuando nos acercamos a observar la pintura con más cuidado. Los hombros de los mozos portan el templete que alberga a la sagrada señora mientras el viento agita sus ínfulas. Detrás del icono no marcha un pueblo unido en la fe, sino una partida bufonesca, descuida y agitada. Ni siquiera hay discordia ni rencor entre las clases sociales representadas allí, no hay odio, no hay 'lucha de clases'; no hay epopeya ni mucho menos fanática defensa de la religión ni siquiera anticlericalismo. Solo contemplamos el risible desorden que nos lleva de la procesión al carnaval y la farsa. El sacerdote, que debería presidir el evento y prestar algo de dignidad al mismo, parece más atento a no despeinarse y a agitar con maestría el incensario.

La procesión continúa con una comitiva de elegantes notables, terratenientes o prebostes; su rostro denota una torpeza que no casa bien con la dignidad que deberían conferirles las ropas de fiesta que llevan. No falta quien porta su propio icono, porque quizá dejar que otro abra la marcha sea un ejercicio de excesiva generosidad. Un joven lisiado se afana en inverosímil carrera por adelantar a la comitiva, mientras un hombre mayor vara en mano trata de confinarlo a su posición. Uniformados a caballo velan porque que los campesinos del populacho no se mezclen con la gente de bien en un vano intento para que no se rompan las filas. La visión de triunfantes cruces, estandartes e imágenes queda nublada pues apenas se distinguen por el polvo que levantan los fieles al marchar. Es un día soleado pero el horizonte es borroso. Aunque no lo parezca aún, una tormenta devastadora va a estallar en un futuro ya muy cercano. Nadie mira en la misma dirección. No importa qué se lleva ni a dónde.