La Transición política española fue atípica. La dictadura militar delegó su inmenso poder en el rey Juan Carlos, después de una muerte en la cama de un hospital del dictador y del paseíllo frente al féretro en loor de multitudes. El inmenso poder de Franco fue devuelto al pueblo, por vía del rey demócrata. Así de simple se escribe la Historia con mayúsculas. Naturalmente está la historia con minúsculas, salpicada de tropezones como el Gobierno inicial de Arias Navarro incluido, y maniobras parlamentarias de dudosa legalidad aparte. El objetivo estuvo claro desde el principio en la cabeza de Juan Carlos, y no detuvo a los perpetradores del suicidio del Antiguo Régimen: la democracia emergió de la dictadura militar.

Pero la transición de dictadura militar franquista a democracia fue excepcional. La transición democrática de Chile, propiciada por un referéndum que supuestamente iba a ganar por mayoría holgada Pinochet, es otro ejemplo de excepcionalidad. Lo normal es que la democracia esté asentada en una minoría de países, de cultura anglosajona por más señas. La democracia francesa fue fruto de una revolución, contrarrevolución, revolución, y vuelta a iniciar. El imperio español fue pródigo en revoluciones nacionalistas, pero democracia-democracia fue solo un conjunto de interregnos hasta la proclamación de la República, que duró lo que duró y acabó como acabó.

La democracia se caracteriza por construir instituciones sólidas, fundamentadas sobre la separación de poderes. El liberalismo es consustancial a la democracia, con su consagración de los derechos individuales y el enfrentamiento (constructivo o corrosivo, no importa el adjetivo) de opiniones. No en vano, la guerra es la continuación de la política por otros medios.

El teatro de la Historia actual, en la representación de múltiples partidas de ajedrez jugadas simultáneamente, nos ha traído el espectáculo de varios escenarios donde el estamento militar adquiere fuerte protagonismo. Empezando por Venezuela, donde los militares se aferran a Nicolás Maduro como al palo mayor de un barco que zozobra contra viento y marea. La explicación plausible es que los milicos, particularmente sus jefes, estén tan corruptos que no tienen otro remedio que asumir la posibilidad de hundirse con el régimen, que nació con unas elecciones limpias y que ha degenerado en una autocracia. Con la lealtad le va la vida a los militares venezolanos. Un papel no menor juegan los espías cubanos, que huelen la deslealtad como sabuesos, abortando casi cualquier intento de rebelión, provenga del interior del régimen o de sus militares.

Los países del Norte de África están suficientemente surtidos de novedades políticas protagonizadas por militares. Omar-El-Bashir, dictador de Sudán, apoyado durante tres década largas por los uniformados, fue depuesto como consecuencia de protestas populares en sostenidas y en aumento. Su sucesor duró un día, delatando la fuerza con la que presiona el movimiento popular con agenda democrática. Después ya veremos. El balance de la dictadura de Omar-El-Bashir no puede ser más desastroso. Propició la independencia de Sudán del Sur, arrebatando a la nación sudanesa multiétnica y multirreligiosa su riqueza petrolera. Puede que se haya deshecho un problema, pero a un coste inmenso. Omar-El-Bashir también goza del dudoso honor de haber presidido sobre una de las crisis humanitaria más devastadoras del Este de África, con millones de desplazados alrededor de Darfur.

Abdelaziz Bouteflika es también un nombre familiar en la África. Héroe de la resistencia popular antifrancesa, presidió la nación Argelina, no sin sufrir un exilio de varios años. Ausente por enfermedad, intentó aferrarse al poder, viendo frustrado su objetivo por las manifestaciones populares que presionaban, semana tras semana, por el cambio de escenario político. El entramado militar (no fácilmente separable del económico), funcionarial y de la clase política argelina, cuyo sobrenombre es 'le pouvoir', parece inexpugnable. La amenaza, como suele ser habitual, viene del interior, de las facciones de 'le pouvoir' que luchan por el poder, valga la redundancia. Resulta difícil de predecir el resultado de la presión popular sobre el régimen, pero los manifestantes difícilmente podrán conformarse con un maquillaje de las elecciones. Ojalá las consecuencias sean menos dramáticas que las elecciones de 1992, donde la victoria del Frente Islámico de Salvación fue seguida de una guerra civil salvaje y un baño de sangre por ambas partes.

País vecino de Argelia es Libia, donde se cierne la amenaza sobre la capital Trípoli de las milicias irregulares de Jalifa Haftar, dueño hasta el momento del Este del país y de extensas franjas del sur. Con el apoyo del hombre fuerte de Egipto y de Arabia Saudí, y de la oposición del islamismo político, el destino de Libia parece sellado política y militarmente, ante la inhibición de Occidente, harto de la consecuencias del experimento fallido de la primavera árabe. De poco sirve, aparentemente, el establecimiento del Gobierno legítimo en Trípoli apoyado por la ONU. La fuerza de las armas suele imponerse sobre la legalidad internacional, y Libia no va ser la excepción, salvo un milagro. El mejor resultado que puede esperarse sería un Gobierno civil títere soportado por un ejército unificado que diera estabilidad al país. Eso contribuiría a disminuir la emigración de barcos patera esperando ser recogidos por buques humanitarios. El coste humano de la represión de estos intentos de emigración puede ser astronómico.

Revolución frustrada a revolución frustrada, el poder militar va dando tumbos sin saber a qué enfrentar sus armas: los dictadores y el pueblo. El régimen autoritario del general Al Sisi parece consolidado, aplastada la disidencia del partido de la Hermandad Musulmana, que casi consiguió cambiar el balance de poder en su intento de depurar la administración de justicia. Los militares frustraron el intento. El general Sisi ha propiciado el cambio constitucional que permitirá que 'reine' hasta 2030, o más allá si las circunstancias no lo impiden.

Y es que las de los gobernantes autoritarios apoyados por el Ejército constituyen una situación política de la que difícilmente se sale. Si las cosas van bien, no existe ninguna razón para abandonar el poder. Si las cosas van mal, porque no van a abandonar el pueblo a su suerte y esperarán para que la cosa se enderece. Lo uno por lo otro, existen razones para ocupar el poder indefinidamente. Por eso, la salida normal de las dictaduras es la revolución y la rebelión. La transiciones española, repito, y la chilena, insisto, son una casi milagrosa excepción.