Alguna vez me he recetado a mí mismo buscar una ciudad donde al atardecer se haga el silencio y se eleve desde la tierra un fecundo sigilo que enmudezca a los pájaros y al viento. Una ciudad donde se eche dulce la tarde sobre unas montañas de color violeta que no sean sólo paisaje, sino una sutil forma de melancolía. Es una tarea que no quiero demorar ya demasiado, porque me es cada vez más necesario ese silencio 'cómplice del poeta', como decía el gran Rafael Pérez Estrada.

Me he acordado de estas cosas porque hoy es Viernes Santo y muchas ciudades se visten de silencio al paso de solemnes procesiones. Cuando yo era niño este era un día de luto riguroso, un día de recogimiento y sordina en el que cerraban los cines y los bares, la gente se mostraba contrita y todo parecía inmerso en una nube de sigilo.

Y yo, que también estoy de luto, me he sentado a escribir la columna en esta habitación que es al mismo tiempo despacho, biblioteca y guarida del pulpo, según afortunado diagnóstico de mi médico y amigo Carlos Bautista. Hace tiempo que descubrí que hay habitaciones que guardan el silencio igual que hay muebles que guardan nuestra ropa, habitaciones donde la luz se ampara, porque a la luz le afecta el ruido igual que al mar el viento. Y es aquí donde yo acudo a unir estas palabras que me comunican con usted, con el mundo, estas palabras que son una forma de diálogo y al mismo tiempo una manera de silencio que requiere, por su parte y por la mía, un poco de atención, que es un bien cada día más escaso porque habitamos una realidad de silencio imposible, y aunque hace años que se dio la alarma de que apenas quedan barreras entre el trabajo y la vida privada, de que todo está confundido en una algarabía ensordecedora, no hemos hecho caso.

Vivimos una época de multitarea plagada de interrupciones, de saltos de un asunto a otro, de estar siempre con la atención dispersa sumergidos en un ruido abrumador, tiránico, armado de agresivas alarmas que nos exigen atención y nos alejan del pensamiento profundo, de la introspección, de la calma. Los datos son abrumadores. Miramos el móvil unas cien veces al día (durante las horas que estamos despiertos, claro está), lo que viene a suponer interrumpir cada diez minutos lo que estemos haciendo, sea lo que sea, el amor o la guerra.

Por eso a veces, como una rebeldía, escribo columnas así, demorándome, esperando que las palabras invoquen la luz que da el silencio y que, volviendo todo a donde debía, se apague por un momento la pena, el ruido, la furia.