Desde hace algún tiempo, todos los indicadores de coyuntura han ido enviando señales de que la actividad económica, en el ámbito de la UE, está perdiendo pulso.

Aunque con un cierto retraso respecto a otros organismos internacionales, el 7 de marzo último, el Banco Central Europeo (BCE) redujo su previsión de crecimiento para el año en curso, situándola en el 1,1%.

De momento, esa debilidad de la economía europea no está afectando en exceso al crecimiento de nuestro país, pero no debemos hacernos demasiadas ilusiones, porque el entorno terminará por arrastrarnos, salvo que se produzcan algunos cambios significativos. Es innegable que la situación de la economía, en Europa en general y en España en particular, es mejor que la que existía hace diez años. Pero no lo es menos que todavía se mantiene un nivel de desempleo del 8%, como media europea; tasa que para España y según la última EPA se situaba al finalizar 2018 en el 14,5%. Frente a un problema de esa dimensión es razonable que cualquier ciudadano se pregunte: ¿para qué sirve la política económica?

A los estudiantes de Economía, desde la Teoría General de Keynes, se les enseña que las políticas fiscal y monetaria son políticas de estabilización económica, que ayudan a aumentar o disminuir, según convenga, la demanda agregada, influyendo así sobre el crecimiento de la economía y los niveles de empleo y precios. Son políticas de demanda, que pueden y deben complementarse con políticas del lado de la oferta.

Estas políticas fueron puestas en práctica con gran éxito desde la década de los cuarenta del siglo pasado. Sin embargo, con carácter general y particularmente en la zona euro, parece que hemos renunciado a utilizar la política fiscal con carácter discrecional, quedando reducida, por tanto, al funcionamiento de los estabilizadores automáticos; por ejemplo: si la economía crece con vigor, recaudamos más por impuestos como consecuencia de que la tarta se ha hecho más grande, y tenemos que gastar menos en prestaciones por desempleo, porque se han creado muchos puestos de trabajo; por lo demás, la política fiscal tiende a la neutralidad, con independencia de que el gobierno pretenda o no aumentar los ingresos o disminuir los gastos.

Del lado de la política monetaria, el banco central se limita a controlar que la inflación se sitúe en el objetivo que la propia autoridad monetaria haya establecido previamente. En el caso del BCE cerca, aunque por debajo, del 2%. Pero ojo, nada de utilizarla para, por ejemplo, aumentar el nivel de empleo de la economía. Por eso, el Banco Central Europeo tiene un único mandato, a imagen y semejanza del Bundesbank: la estabilidad de precios. El banco central estadounidense, la Reserva Federal, tiene un doble mandato: además de ejercer control sobre los precios, ha de buscar el máximo nivel de empleo. En EE UU, en contraste con lo que sucede en Europa, la tasa de desempleo está ligeramente por debajo del 4%. Algunos economistas piensan que el nivel de empleo está determinado, a largo plazo, por factores del lado de la oferta, como la regulación laboral o la capacitación de los trabajadores, por eso, utilizar las políticas fiscal o monetaria para perseguir un objetivo de empleo es solamente una receta absolutamente equivocada que nos conduce a la frustración. El problema es que, por atractivos y convincentes que puedan resultar algunos de estos argumentos, la evidencia empírica de las últimas décadas demuestra que, en la vida real, las cosas no son así.

Por tanto, a ese ciudadano que pregunta sobre la utilidad de la política económica hay que decirle que, al menos en la UEM, sirve de poco, porque, de hecho, se ha renunciado a utilizarla para combatir los ciclos. Parece que volvemos a vivir una época de laissez faire.

Pero también hay que apuntarle a ese ciudadano que eso no es inevitable, ni una verdad absoluta o revelada. Sería mejor poner en práctica una combinación adecuada de política fiscal y monetaria para huir de una previsible recesión, que confiarnos al ángel de la guarda.

¿Qué se puede hacer? Sin algunas reformas institucionales, no demasiado.

El BCE tras revisar a la baja sus previsiones de crecimiento adoptó dos medidas significativas, que demuestran su preocupación: anunció que renuncia a subir los tipos de interés, como había anunciado previamente que haría, por lo que la política de tipos de interés cero seguirá al menos hasta principios de 2020, y ofrecerá a los bancos una nueva ronda de liquidez a través del programa TLTRO (operaciones de financiación a plazo más largo), que sustituya a las que lanzó hace tres años, coadyuvando a que la banca, al menos, mantenga la financiación a las empresas. Esto es mucho mejor que nada, aunque me temo que no es suficiente; la política monetaria está prácticamente agotada. Las decisiones del BCE tienen el valor de advertir que existen riesgos serios de que la desaceleración que se está viviendo pueda derivar en una recesión que, en último término, podría incluso llegar a poner en peligro la estabilidad financiera.

Ya en 2012 el BCE hizo sus deberes para salvar al euro. Pero el Consejo Europeo ha sido incapaz, desde entonces, de completar los suyos, muy probablemente condicionado por la posición alemana, encantada con el «statu quo», oponiéndose a las significativas reformas que necesita la arquitectura del euro.

Si se produjera una recesión a nivel europeo sería totalmente deseable que los cuatro mayores países de la UEM, Alemania, Francia, Italia y España, que son el 75% del PIB de la zona euro, establecieran un programa de estímulos fiscales coordinados. Pero, salvo para Alemania, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento no lo permitiría, porque los otros tres deben dar prioridad a reducir su nivel de deuda pública hasta el 60 por ciento del PIB. Sin duda, hay que tener cuidado con la deuda, pero mucho más con que no se disparen las primas de riesgo de forma que hagan insostenible atender el servicio de la deuda, y eso es perfectamente posible en caso de recesión. Hay que acometer reformas que permitan desarrollar un plan ambicioso de inversiones públicas a nivel europeo, si es necesario financiado con eurobonos. Inversiones absolutamente imprescindibles, no sólo para incrementar el nivel de actividad, generando empleo de calidad, sino para transformar la estructura económica haciéndola más sostenible social y medioambientalmente. Los peligros asociados al cambio climático no son un invento de cuatro científicos equivocados, como proclaman los negacionistas, son el reto más importante al que se enfrenta la humanidad en su conjunto.

Y también en el ámbito de las reformas, sería deseable dotar al BCE de un doble mandato, para que, además de cuidar de la estabilidad de los precios pudiera, sin abandonar tal objetivo, contribuir sin complejos a la creación del máximo nivel de empleo. Desde hace algún tiempo, el problema ha dejado de ser la inflación, más bien, hoy, los riesgos son los contrarios: que en una recesión podamos deslizarnos hacia la deflación, en la que ya se estuvo a punto de caer no hace tanto tiempo. En tal caso, la política económica serviría para algo; en concreto, para mejorar la calidad de vida de las personas.