11 de FEBRERO

Todo parece extraño. Toda la vida, desde que te fuiste a vivir lejos de Barcelona, has esperado esta llamada. Y, al final, la llamada ha llegado. Te basta con oír el tono alterado de tu madre para saberlo: tu padre ha muerto. La información es confusa. Se ha desplomado en el lavabo y su cuerpo atrancaba la puerta, de modo los bomberos han tenido que desmontarla. Los médicos no han conseguido reanimarlo. Una parada cardíaca. Son las nueve y media de la noche. Empiezas a preparar las maletas. Telefoneas a tu hermano. Lo confirma todo. Ambos parecéis fríos.

Las lágrimas no afloran a tus ojos hasta que sabes que tu hijo ha llorado al conocer la noticia. Pero las contienes. Empieza el largo viaje nocturno. Sólo cuando se lo comunicas por teléfono a tu hija, que está en Italia, y su llanto atraviesa el espacio, te sientes incapaz de reprimirte. La voz se te ahoga en el pecho. Lloras. Por la autopista circulan grandes camiones, ningún turismo. Después de todo, piensas durante el largo trayecto, ha sido una buena muerte: tu padre no llegó a depender de nadie (algo que hubiese odiado) ni sufrió la larga agonía que le reservaba el cáncer. Llegáis a casa a las cinco de la madrugada. Besas a tu madre, quien parece más aturdida que triste. Todo resulta un poco extraño, irreal.

12 de FEBRERO

Cenizas. Ahora estáis en las oficinas del tanatorio Sancho de Ávila, en el barrio barcelonés de Poblenou. Tu madre, tus dos hermanos y tú. Una pantalla similar a la de un aeropuerto refiere los nombres de los fallecidos y las salas que ocupan. Veinte en total, con un mismo destino de vuelo para todos. Hay overbooking en el tanatorio y no podrás ver el cadáver de tu padre hasta mañana. Casualmente estáis muy cerca del mercadillo de Els Encants, uno de sus lugares preferidos. Tenéis que tomar pequeñas decisiones. ¿Quieren que lo afeiten, que le pongan traje? No, se afeitó por la mañana y ya lleva uno suyo. ¿Quieren que lo incineren? Tu madre afirma que solía bromear con que arrojaran sus cenizas al Guadalquivir. Eso os hace llorar.

Os preguntan si llevaba marcapasos, porque la pila podría estallar durante la cremación. No, no lo llevaba. Tenéis que elegir modelo de féretro (los nombres son Liceu, Mediterrani, Magnolia, Anadia). Tenéis que elegir corona de flores. Tenéis que elegir tipo de urna. Os ofrecen la posibilidad de hacer joyas con su ceniza y os revelan que un cadáver deja dos kilogramos de polvo. Hay que escoger entre una oración religiosa o un poema para imprimir en la tarjeta que se entregará a los asistentes. Tú mismo optas, de entre las muestras que os ofrecen, por Caminante no hay camino de Machado: sabes que tu padre gustaba de releer Campos de Castilla.

Coméis todos juntos. También Teresa, Carlos y tu cuñada Olga. A la sobrina de diez años, Claudia, se la ha mantenido al margen. Tu teléfono se ha convertido en la centralita a través de la cual se comunican los familiares de Córdoba y de Madrid. Todos parecéis bastante enteros, pero, de tanto en tanto, la llamada de alguno de tus primos desencadena una oleada de lágrimas. Tu padre estaba ligado a la infancia de todos ellos. Luego, los rostros se recomponen. Cuando piensas a solas en tu padre no sientes deseos de llorar. Sí lo consigue el llanto de los otros, que se contagia como una risa o un bostezo. Tu dolor no es individual, sino colectivo. La familia se revela como un ser multiforme al que perteneces y que se lamenta por la amputación de uno de sus miembros.

13 de FEBRERO

Reunión familiar. Por la mañana contemplas la mesita del salón donde reposan los últimos objetos que tu padre manejó en vida. Píldoras de Natecal D y de Paracetamol. Caramelos de eucalipto. Un bolígrafo. El ticket de la compra de una crema anti-irritante por importe de 3,75 euros. Un artículo recortado del diario financiero Expansión (La banca inquieta) que viene firmado por quien fuera su cuñado, Juan Pedro Marín Arrese. Dos de los libros que le regalaste en Navidad, uno sobre Hitchcock y otro sobre las últimas colonias españolas. Finalmente, en primer plano, una de las muchas ediciones que poseía del Ulises de Joyce, novela por la que él sentía devoción (tú no) y que siguió releyendo hasta el final.

Es casi mediodía cuando empieza el velatorio. Tu hermana se niega a ver el cadáver. Ahí lo tienes, al fondo de la sala, trajeado y algo hinchado, con las manos sembradas de vitíligo. No te impresiona. Parece simplemente un muñeco de cera. Comprendes al mirarlo cómo los humanos concibieron la idea del alma: diríase que algo animaba hasta ahora ese cuerpo y que ese algo ya no está; por tanto, debe de haberse ido a alguna otra parte. Bajas al vestíbulo y te encuentras (recién llegadas de Madrid) con tus tías Chus, Mamen y Loli y tus primas Natacha y Chus. A algunas no las veías desde hace más de treinta años. Cuando aparecen tu tío Manolo y tu tía Merche ya están todos los hermanos de tu padre. Los que pasan a ver su cuerpo (era el primogénito) salen con los ojos encharcados.

La muerte sirve para reunir familias geográficamente dispersas como la vuestra. Tus tíos pasan de los ochenta años, pero se conservan envidiablemente bien. Por primera vez oyes que tu progenitor fundó con su hermano Manolo una academia para opositores. También se recuerda su carácter, a veces colérico. Sus hermanas le temían. Tú eras el juguete de las tres («el niño más guapo de España, don Manolín», dice tu querida tía Mamen, siempre excesiva), pero un juguete peligroso, porque, si te ocurría algo, se exponían a la ira del hermano mayor. Tu tía Chus recuerda cuando se adentró contigo en alta mar, en Blanes, a bordo de una colchoneta. O cuando te hiciste una aparatosa herida al saltar de un hidropedal mientras navegabas con ellas en Torrevieja (todavía conservas la cicatriz). En ambos casos, el cabreo de tu padre fue de los que no se olvidan.