He cogido un limón de mi limonero, como quien roba el fuego de los dioses, un don divino. Es muy breve mi huerto, apenas un arriate en el que, entre un laurel y un jazmín, reina el lunero que plante hace veinte años, un día del Carmen, como regalo para la mujer de mi vida.

Hoy le he sisado un fruto con la única intención de ponerlo aquí, en la mesa donde escribo, para que desangre su aroma sobre la columna y la embellezca. Me gusta escribir columnas líricas y creo que también a la gente que me lee le gusta que las escriba, que con ellas las aleje por un ratito del fragor de las sucesivas campañas políticas, de la aspereza del vivir, y les lleve un poco de luz templada, que tanta falta hace siempre.

El limón, como Marco Polo, hizo un viaje maravilloso antes de llegar aquí, a mi huerto y a mi mano. El limón viene de Asia, dicen que de la India. Ni Homero ni Virgilio supieron de él, por eso no aparece ni en la Iliada ni en la Eneida. Hasta el siglo III no es mencionado en occidente y su cultivo en España hubo de esperar hasta la llegada de aquellos aún cercanos árabes con alma de nardo que se llamaron a sí mismos andalusíes.

El limonero de mi breve huerto es de los que aquí, en este extremo del Sur donde la luz también madura, da esos limones que llamamos 'cascarúos'. Es un limón de sabor dulce, muy poco ácido, apto para comerlo a mordiscos, quitada solo la parte amarilla de la piel y aderezado con un poco de sal por encima. Una exquisitez que se hace moda sobre todo en Semana Santa, cuando los venden pregonados por las calles.

Pero lo mejor del limón es el aroma, como lo mejor del amor, dicen, es subir las escaleras. Huele todavía el limón, tantos siglos después, a reinos lejanos y a secretos huertos antiguos. Es como si solo estuviera de visita, como si, igual que Ulises, soñara todavía con el regreso. Está aquí, sobre la mesa, llenando el aire de ese ácido dulzor que tiene, de su perfume verde y forastero, pero queriendo irse.

Entra un rayo de sol, se posa sobre mi mesa y, ya de paso, acaricia al limón, que refleja una sombra sobre el viejo paño rojo.

Pero la luz no se está quieta. Mientras escribo se va mudando, andariega, y de pronto la sombra del limón ya es apenas perceptible, como si Leonardo hubiera andado jugando con el sfumato. Se acaban la luz y la sombra pero, y este es el verdadero regalo de los dioses, persiste el aroma, esa sombra sensorial que tiene el don de destacar en la penumbra y hacernos intuir, incluso a oscuras, que ya está aquí la primavera.