El Derecho Penal ha muerto, descanse en paz. Creemos, por desgracia, que esto es lo único que se puede hacer en estos momentos por él, rezar (laicamente si se quiere) por su descanso, que esperemos que no sea eterno, o si lo es que lo sea por otros motivos, porque ya no sea necesario, pero no porque haya sido sustituido por otro Derecho como al que nos está llevando nuestro legislador. Sí, tal vez después de las elecciones podamos esperar que resucite. Por pedir y esperar€ Que nadie piense que se ha derogado el Código Penal, sigue en vigor y sacando músculo. Pero lo que contiene cada vez tiene menos que ver con el Derecho garantista que podíamos esperar de un Estado social y democrático de Derecho. ¿Le suena a alguien esta expresión?

Puede que éste sea el fin (el final) del Derecho Penal, pero no es el fin (la finalidad) que muchos de los que nos dedicamos a intentar enseñarlo en nuestras universidades públicas explicamos en las clases. Muchos creemos que la finalidad del Derecho Penal es contribuir a proteger los bienes jurídicos considerados más valiosos en nuestra sociedad, entre los que, obviamente están la vida y la integridad de las personas y, por tanto, de los usuarios de las vías por la que circulan vehículos a motor, sean conductores, pasajeros, ciclistas, peatones€

En las facultades de Derecho se suele explicar a los alumnos (así lo hicieron con nosotros) que es deseable que los ciudadanos conozcan las normas para poder así cumplirlas, lo cual es de sentido común. Y que, cuanto más compleja sea una ley y más graves sean las consecuencias que su vulneración pueda acarrear, más necesario será establecer mecanismos para que la gente (sí, todos nosotros) conozcamos a qué atenernos. Por eso, en materia penal siempre se ha dicho, y normalmente cumplido, que las nuevas leyes deben tener períodos de vacatio más largos de los veinte días que nuestra legislación prevé por defecto.

Pero, he aquí que el sábado 2 de marzo nos desayunamos con una reforma penal que entró en vigor al día siguiente, sin período de vacatio para que los ciudadanos pudiéramos conocer de su existencia, acceder a su contenido y, lo que es más importante, comprenderlo. Aquí hemos de decirles que, aunque los artículos que cambian o se incorporan al Código Penal son pocos, al tratarse de un texto articulado en el que cada precepto hay que interpretarlo de forma sistemática en relación con otros muchos, los cambios introducidos en algunos de ellos, y la naturaleza de otros, hacen necesario un estudio y análisis meditado para que el conjunto de los operadores jurídicos, comenzando por los jueces, puedan, podamos, determinar el alcance efectivo de los cambios introducidos.

De hecho, la reforma afecta al régimen de la imprudencia en los delitos de lesiones y homicidios con independencia de que se hayan producido o no con ocasión de accidentes de tráfico. Así las cosas, queda reventado el artículo 9.3 de nuestra Constitución al desaparecer cualquier seguridad jurídica, lo cual basta para entender inconstitucional esta reforma. Por cierto, sí, es en sus primeras líneas donde aparece lo de Estado social y democrático de Derecho.

Hay quien dirá que seguro que no es para tanto, que seguro que habrá sido una reforma menor. Lo cierto es que en parte tendrían razón, al fin y al cabo sólo han sido dos páginas mal contadas en el BOE, incluido el preámbulo, pero con maldad intrínseca (enseguida lo entenderán). Así, con apenas unas líneas en el BOE se agrietan los dos pilares fundamentales en los que con gran esfuerzo el pensamiento ilustrado de los últimos siglos había venido intentando fundamentar el Estado de Derecho (al que luego podríamos intentar dotar de contenido social y democrático).

Nos referimos a los principios de legalidad y de culpabilidad. Imaginemos que esos dos pilares son los nervios principales del muro de un enorme pantano lleno hasta arriba de agua. Imaginemos ahora que han surgido unas pequeñas, muy pequeñas grietas en ellos, y que por las mismas apena escapa un poquito de agua. Ya saben, si no se pone remedio, lo que ocurrirá con ese pantano al cabo de no mucho tiempo, la avalancha está servida. Que cada uno piense lo que representa el pantano y el agua. Eso sí, el pantano costó mucho de construirm y llenarlo de agua, todavía más.

En cuanto al primero de los pilares señalados, el de legalidad, además de por lo dicho en relación con la ausencia total de vacatio legis, también se ve minado por la remisión en bloque al derecho administrativo para determinar lo que sea imprudencia menos grave. Si alguien no sabe todavía de lo que estoy hablando, ello no hace sino darnos la razón. No es posible que haya conductas amenazadas con penas que los ciudadanos desconozcan, y para aquellos que les suene haber oído algo en relación con una reforma de los delitos de tráfico, la cuestión es mucho más compleja como hemos señalado antes.

Por ejemplo, desde el día 3 de marzo, en los supuestos de imprudencias que no sean graves para saber si es delito el haber ocasionado un accidente de tráfico con algún herido que necesite durante unos días un collarín cervical será necesario ver si se cometió una infracción administrativa grave de las normas de tráfico que pudiera tener alguna relación con la lesión. Esto no es inusual en nuestro Derecho, se trata de las conocidas y admitidas constitucionalmente leyes penales en blanco. Pero hay que tener mucho cuidado con ellas, y más cuando van a resultar de aplicación a un porcentaje elevadísimo de las conductas que pasan por la jurisdicción penal.

Dicho de otro modo, desde hace unos días una parte muy considerable de los asuntos penales van a resultar o no delito en función de lo que vaya estableciendo la normativa administrativa. Así, hoy día, habrá delito si se determina que dada la hora de la tarde que era había que llevar luces de cruce y un vehículo que llevaba luces de posición golpea levemente a una bicicleta haciendo caer al ciclista produciéndole un pequeño esguince cervical; mientras que no habrá delito alguno si fue el conductor del vehículo a motor el que sufrió ese mismo esguince por tener que frenar bruscamente al cruzársele imprudentemente el ciclista que no llevaba los reflectores reglamentarios que impidieron que el conductor, pese a llevar las luces de cruce requeridas, lo pudiera ver con la suficiente antelación. Esto es así porque a día de hoy administrativamente se considera infracción grave no llevar el alumbrado adecuado a las necesidades de la vía, pero solo infracción leve el no llevar el alumbrado o los elementos reflectantes de ciclistas y bicicletas, siendo que la función de cara a evitar accidentes es la misma.

La grieta por la que ya está saliendo agua, cada vez más, empezó a atisbarse ya con algunas de las reformas de los últimos años, de forma clara desde que en el 2007 se introdujeron, precisamente en materia de seguridad vial, conductas que permiten (si no se tienen muy presentes los principios penales asentados por nuestro Tribunal Constitucional en sus primeros años) su entendimiento como delitos meramente formales, como son los relativos a conducir con determinados excesos de velocidad o con determinadas tasas de alcohol. Esas grietas han seguido ampliándose, recibiendo en el 2015 otro embate importante al pasar a considerarse delito (leve, pero delito) algunas de las antiguas faltas que requerían de imprudencia leve, si bien ahora se pide que haya imprudencia menos grave.

El problema es que tres años después todavía no están nada claros los parámetros con los que distinguir la antigua imprudencia leve de la actual menos grave, y su límite con la grave. De esta diferencia depende en muchos supuestos que no haya delito, que lo haya pero con una pena que normalmente será de multa, o que puedan aplicarse algunos años de prisión. Pues bien, ahora, sobre esta indefinición se añade la obligación de acudir a la normativa administrativa, que como acabamos de ver con el ejemplo anterior puede permitir esos tratamientos desiguales injustificados desde el punto de vista penal, aunque tuviera alguna razón de ser desde el punto de vista administrativo, y ello porque cada una de estas dos ramas del derecho tienen en buena parte finalidades distintas.

Todavía se podría seguir hablando de los problemas que con arreglo al principio de legalidad representa esta reforma, como cuándo entender que un número de fallecidos resulta muy elevado (de ello dependerá que la pena pueda pasar de los cuatro a los nueves años de prisión). Pero pasemos al segundo gran pilar agrietado, al principio de culpabilidad, ese que, al parecer ingenuamente, establece que sólo se debe castigar a quien sea culpable y en la media en que lo sea. Pues bien, también aquí el trabajo laborioso, tanto de concienciación como de plasmación técnica, realizado por quienes desde siempre han pensado que el derecho penal no puede ser sólo venganza se ve muy minado.

Costó mucho eliminar de nuestro derecho penal los denominados delitos cualificados por el resultado, aquellos en los que, partiendo de un comportamiento imprudente claramente delimitado en atención a la infracción del deber de cuidado del autor y de las previsibles consecuencias de sus actos, la pena iba aumentando en función exclusiva de los resultados que se iban produciendo, normalmente lesiones o muertes, aunque éstas no fueran previsibles.

La redacción original del Código Penal de 1995, el denominado como el código penal de la democracia, esgrimía como uno de sus mayores logros haber eliminado este tipo de delitos, ya que el respeto a los principios constitucionales así lo demandaba. Pues bien, en esta reforma se ha introducido un precepto que va más allá de lo que se preveía en el anterior código penal, que durante la mayor parte de su vigencia lo fue bajo un régimen político muy distinto al que ahora nos enorgullecemos de tener. Así, en el artículo 565 del código anterior se posibilitaba a los tribunales elevar uno o dos grados las penas en los casos de imprudencia temeraria en los que los resultados fueran de extrema gravedad, pero sólo si estábamos ante supuestos de imprudencia profesional. Ahora se establece esta misma posibilidad (a la que se suma la exigencia de un número elevado de fallecidos o lesionados, sin saber cuántos como se ha dicho) pero para cualquier imprudencia grave aunque no sea profesional, y para cualquier ámbito, no sólo para lo relacionado con la conducción de vehículos.

Es cierto que lo que sea previsible y la medida en la que lo sea está íntimamente relacionado con lo que entendamos por imprudencia y su entidad, pero, precisamente porque, como se ha señalado, desde la reforma de 2015 no ha habido todavía tiempo para delimitar unos parámetros mínimamente estables que nos permitan diferenciar la imprudencia grave de la menos grave, y ésta de la leve (que ya no sería relevante penalmente), introducir referencias a la gravedad del resultado sin delimitar previamente qué se debe entender por imprudencia, o por grave, o por menos grave, favorece que en la práctica diaria de nuestros juzgados y tribunales la calificación de la existencia de imprudencia y su gravedad quede condicionada al número de lesionados y/o fallecidos. Aquí convendría recordar lo que decía el párrafo segundo del artículo 1 del anterior Código Penal: «No hay pena sin dolo o culpa. Cuando la pena venga determinada por la producción de un ulterior resultado más grave sólo se responderá de éste si se hubiere causado, al menos, por culpa».

Si el actual artículo 5 se limita a decir que «no hay pena sin dolo o imprudencia», sin añadir nada más, es porque se consideró que se sobreentendía que la agravación de las penas por la mera producción de resultados era una cuestión jurídica superada al haber hecho desaparecer del código los delitos cualificados por el resultado a los que antes nos hemos referido. Esta reforma abre la puerta de atrás para volver a tiempos pasados, esperemos que los jueces y tribunales no lo permitan, esta reforma no ha derogado el artículo 5 que se acaba de citar.

Pero todavía hay otro ataque más grave al principio de culpabilidad en esta reforma. Se trata de la fundamentación de un delito que se ha recuperado de la antigua legislación de tráfico de los años sesenta: el delito de fuga.

Hay que aclarar que se puede estar de acuerdo o no con la necesidad de este delito y con sus posibles justificaciones y gravedad de las sanciones que para él se prevean, pero lo que no puede admitirse de ninguna de las maneras es fundamentarlo en la maldad intrínseca de la persona, del delincuente, y esto es justamente lo que se hace en el preámbulo de la ley que contiene la reforma que se está comentando. Deberíamos aprender un poco de nuestro pasado. Ya Lavater, a finales del siglo XVIII, hablaba del «hombre de maldad natural» haciéndonos una descripción de su fisonomía. En ella, junto a rasgos físicos aludía a tener la palabra negligente o la mirada feroz y a veces de través. Ante tales individuos el positivismo criminológico que se desarrolló en el siglo XIX proponía proceder antes de que delinquieran, había que eliminarlos sin esperar a que cometieran ningún crimen. Una de las ideas de este movimiento, el darwinismo social, está en la base del nazismo, la creencia en una raza superior.

A modo de ejemplo, con el nuevo artículo 382 bis se podrá castigar con una pena de entre 6 meses y 4 años de prisión al conductor que, por conducir con un leve exceso de velocidad sobre la permitida (pongamos 51 km/h dentro de ciudad y descontados los márgenes de error de los radares) alcanzara al vehículo de delante y como consecuencia del golpe un ocupante del mismo muriera desnucado por un movimiento brusco de su cabeza. Lo preocupante es que esa pena de prisión no lo sería por haber matado imprudentemente, pues seguramente tal imprudencia se calificaría de leve y quedaría sin sanción penal, o como mucho como imprudencia menos grave castigándose con una pena de multa. La prisión sería exclusivamente por marcharse el conductor del lugar del accidente, pues con ello habría demostrado ser una mala persona. Aunque, tranquilos, seguramente sólo le llegarían a imponer el máximo, los 4 años de prisión, si el sujeto en cuestión tuviera la mirada feroz; de ser de mirada dulce puede que sólo le cayera medio año.

Ésta es la lectura que fomenta el preámbulo de esta ley, si bien, afortunadamente, los jueces saben que lo dicho en exposiciones de motivos y preámbulos no es vinculante. Junto a la maldad intrínseca, el preámbulo habla también de la falta de solidaridad (que si las víctimas están muertas o no corren peligro no sería sino expresión de la «maldad») y de las legítimas expectativas de éstas en ser atendidas. Pero si este último fuera el caso, entraría en juego el delito de omisión del deber de socorro como expresamente se dice en la redacción del nuevo delito de fuga. Por tanto, sólo queda la maldad como fundamente de esos hasta cuatro años de privación de libertad. Todas estas críticas se ven agravadas si el accidente fue fortuito.

Las razones, los motivos por los que alguien puede abandonar el lugar donde ha ocasionado un accidente con algún fallecido (o con heridos cuyas lesiones no corran riesgo de agravarse) pueden ser de muy distinto orden. Por ejemplo, pensemos en el supuesto en el que el sujeto está convencido de no haber tenido la culpa pero a la vez piensa que no van a creerle. En estas circunstancias, nada inverosímiles, hablar de maldad resulta prepotente, sería la afirmación de quien se cree mejor que los demás.

Por cierto, con las prisas preelectorales que parece haberle entrado a nuestro legislador (la iniciativa parlamentaria se presentó a finales de junio de 2017), como consecuencia de las remisiones de unos artículos a otros, si alguien fallece por algún grado de imprudencia o fortuitamente, o si sufre unas lesiones por imprudencia menos grave, el abandono del lugar sería delito; pero no si las lesiones se hubieran producido por imprudencia grave.

El nuevo delito del artículo 382 bis se remite a las lesiones del 152.2, dejando fuera, por tanto, las del 152.1.

Esta reforma ha salido adelante en plena precampaña electoral con los votos conjuntos (sorpréndanse porque éste debería haber sido el titular de todos los informativos durante varios días) de todos los partidos políticos excepto Podemos y la abstención de dos diputados del grupo mixto. Parece que ante la posibilidad de perder votos por no apoyar más penas y más delitos no hay cordón sanitario que valga; y en esta ocasión ese cordón se ha decidido utilizar con el malvado.

El porcentaje de usuarios de bicicletas en nuestro país no para de ascender, en zonas urbanas parece situarse en torno al 34% de la población, como se encargó de recordar en la Comisión de Justicia el presidente de la Real Federación Española de Ciclismo, y los lamentables atropellos de ciclistas con condenas a veces consideradas pequeñas, o incluso sin condena, han estado en el origen de esta reforma penal. Las particularidades de cada caso hacen que no se pueda generalizar, pero sí podemos afirmar que nuestro ordenamiento jurídico penal dispone de suficientes herramientas para satisfacer la justicia material de cada situación respetando el nivel de culpabilidad de cada implicado. Además, el sistema de recursos permite impugnar resoluciones que se crean injustas.

Todos deberíamos pensar que, aunque hoy vayamos en bicicleta y toda esta reforma nos parezca estupenda, mañana podemos ir conduciendo un vehículo a motor respetando las normas de tráfico, y encontrarnos con un ciclista que se cruza sorpresivamente en nuestra trayectoria. De darse esta situación puede que esta ley no nos parezca tan deseable. El derecho penal está para contribuir a proteger a las personas, sean éstas ciclistas, conductores o peatones.

Esperemos habernos equivocado en el diagnóstico, y que en lugar de muerto, el Derecho penal esté sólo muy grave, en coma. Esperemos, aunque tenga que pasar un tiempo hasta que se calmen las aguas tras las elecciones, que se esté a tiempo de sellar las serias grietas abiertas en el dique de tan importante pantano.