No hay ahora, ni hubo en el pasado, un tema de conversación más socorrido que el del tiempo, refleje la preocupación del campesino por sus cosechas, sea la queja manida del urbanita al que todo fenómeno meteorológico le extraña o le molesta, o trátese de un mero recurso para iniciar o mantener la conversación. Pero advirtamos que en otras épocas estos decires no se alimentaban de las informaciones catastrofistas, rayanas en el terrorismo meteorológico con que nos apedrean ahora las televisiones, sino que iban de boca en boca, referidos a un mundo cercano del que dependían las cosechas, los abastecimientos, las viajes y, en definitiva las expectativas vitales, además del puro bienestar corporal.

El término orilla u oraje era el mejor recurso retórico para el encuentro o el saludo: ofrecía una impresión globalizadoaa sobre el clima en general y la temperatura en particular, que, en función de la situación, los interlocutores entendían como inequívocamente buenos («¡Que buena orilla tenemos!») o mala («¡Vaya una orilla que hace!»).

Pero si hablamos de temperatura, parece como si nuestros decires se preocuparan por ofrecer una impresión desmesurada de su exceso o su defecto. Así, mientras la lengua común habla del calor, elevado como mucho a la calor o los calores, los habladores de aquí registran su colmo con el término caloricio, que no es un registro meteorológico objetivo, sino más bien la la impresión sofocante que produce.

Y podemos ir más allá para convertirlo en sestero, que es el calor estival, fuente de fatiga, sudor y sed; que otros llamarían chicharrero o chicharrete, tomando como referencia el momento álgido de la cháchara inmisericorde de las chicharras. Por no hablar del secanete, calor cuyos rigores se acentúan con los soles y el ambiente caliginoso de la siesta, añadidos a la aspereza y la sequedad de la tierra.

Por el otro extremo, la hipérbole nos lleva del frío al helor, sensación penetrante que nos deja arrecíos, casi rígidos, con las orejas, manos y pies como si estuvieran crecidos. Eso, si no degenera en sosquín, un golpe de viento helado, que nos azota de repente la cara o el cuerpo, como si se tratara de un golpe seco e inesperado.