Le digo siempre a mi padre que parece que tenga síndrome de Diógenes: cada vez que voy a mi casa veo su pila de papeles, en una silla de la cocina, llena de recortes de periódicos, revistas y artículos de toda clase. Cuando le digo que lo tire a la basura, me mira como si estuviera loca. Dice que todos son de obligada lectura, poco menos que necesarios para entender al ser humano y a la humanidad en general, y por supuesto la sociedad actual en particular.

Normalmente, yo me pongo a leer lo que de verdad es para mí urgente y necesario, que suele aparecer en la pantalla de mi móvil. Sin embargo, cuando hace limpieza y decide guardar algún artículo suelto, el ninot indultat es siempre algo de una calidad extraordinaria, suele ser intemporal, aplicable a cualquier momento y época, y verdaderamente necesario para ver el panorama más allá de tus narices.

El otro día sacó uno de esos. De hecho, después de leerlo, le hice una foto y lo mandé a varias personas, con mancha de aceite incluida. Si es que estábamos en la cocina, hija, qué quieres. Contaba lo que dijo Manuel Azaña, un año antes de que terminara la Guerra Civil, buscando la reconciliación de los dos bandos, y pidiendo paz para todos, piedad sin rencor para el enemigo, y perdón a todos aquellos contra quienes se hubiere combatido.

Es curioso, este año se cumplen ochenta años del fin de la guerra, y yo, dos generaciones más tarde, soy descendiente al mismo tiempo de agraviados de los dos bandos: por parte de mi padre, venimos de un oficial del Ejército de Aire, fiel a la república, el tío Félix, que defendió a punta de pistola un depósito de armas cuya custodia tenía encomendada. Aquel gesto heroico, que evitó que se usaran aquellas armas, y probablemente salvó muchas vidas, se consideró traición, y le costó el rechazo y la expulsión del Ejército (a Dios gracias, no la vida). Por parte de mi madre, venimos del abuelo Ángel, de profesión maestro y por tanto yo creo que inofensivo, que fue encarcelado por haber cometido un gravísimo delito: el de llevar tatuada una Cruz de Santiago en un antebrazo. Un peligro a todas luces.

Y así conozco, como es natural, cientos de anécdotas, unas más cercanas que otras, de uno y otro bando. Si tras dos años de guerra civil, Manuel Azaña, todavía presidente de la República, pidió a todos paz, piedad y perdón, sería porque creería en la reconciliación como el único camino posible, la forma de que no se terminaran matando entre sí los dos bandos. Casi nada pedía el hombre: paz, piedad y perdón a los huérfanos y a las viudas, a los despojados y a los exiliados, y a todos los desgraciados de uno u otro bando.

Terminada la guerra, a mi abuelo Ángel la prisión le fue compensada con una casa de lo más coqueta. Al tío Félix, al llegar la democracia, le reintegraron en su grado y dignidad de coronel, como resultaba de su antigüedad, con el correspondiente abono de todas las pagas atrasadas, con extraordinarias, atrasos e intereses incluidos. Lo mismo que le habría correspondido a su hermano, mi abuelo Mateo, también oficial y de igual graduación, pero en el Ejército de Tierra, y que murió, yo creo que de pena, al poco de estallar la guerra.

A la vista de aquello, ¿cuántas veces, y por cuántas circunstancias, habría que buscar la paz, tener piedad y pedir perdón? Infinitas. Aquella guerra costó un millón de muertos, como decía José María Gironella. Comparado con aquella guerra, cualquier afrenta, humillación, desprecio, o ataque, a priori imperdonable, debería poder ser salvada, con algo de altura, y a veces de señorío.

No estaría de más mirar atrás, para que nunca más pase algo igual.