Ramón Almela, catedrático emérito de la Universidad de Murcia, acaba de publicar un Manual de buenas prácticas ortográficas. Confesaba el profesor Almela que la razón que le había llevado a escribir el libro era la creciente degradación de nuestra lengua. Y lo explicaba con la claridad que exige la defensa de una lengua que nació para serlo, clara: que de la escuela primaria se salía mucho peor que hace treinta años, que de los institutos se llegaba a la universidad con carencias impensables, y que en la universidad no se corregía porque obligaría a suspender al 80% de los alumnos; y (aunque esto no lo decía él), con ello se quedarían sin trabajo los departamentos y la propia universidad sin alumnos.

En efecto, ha sido la perversa alianza entre unos intereses completamente ajenos al saber y la ciencia, la conservación y ampliación del negocio, y las cretinas ideas pedagógicas legalmente vigentes, la que nos ha llevado a la penosa situación, en cuanto a calidad, de nuestra lengua en este siglo XXI.

Y no, no han sido las redes sociales las que han causado este hundimiento. Sólo lo han hecho visible. Muy al contrario, creo que pueden ser el camino para su solución: todos acabarán dándose cuenta de que la ortografía y el dominio de la lengua son la tarjeta de presentación de cualquiera que se adentre en esa selva del 'facebú', del 'tuiter' y de todas estas ficticias redes de amigos. Y también del ridículo que se hace cuando expones tu ignorancia a los ojos de todos. Si los nuevos profesores, ahora tan tecnologizados, de grado o a la fuerza, aprovecharan este elixir, la recuperación ortográfica, que incluye una redacción decente, sería imparable: todos los jóvenes querrían escribir bien para que nadie se mofara de ellos.

Lo que debemos preguntarnos es qué ha ocurrido. Tuve un compañero en el departamento de Lengua Española en Almería que un día me dijo que no se podía suspender por faltas de ortografía. Un profesor de Lengua (que ahora ya no se llama española, la maldita Logse la redujo a castellana). Ni por faltas de ortografía ni por nada. La idea que se instaló en nuestra enseñanza desde entonces era que el modo de igualar a los humildes con los poderosos consistía en acabar con el conocimiento, porque el saber selecciona, distingue. La ortografía era, en las interpretaciones carca-marxistas, un elemento de exclusión social con el que había que acabar. Hoy ya casi lo hemos conseguido.

Yo siempre creí lo contrario. El único modo de promocionar socialmente a los desfavorecidos era que el dominio de la lengua no continuara siendo una marca de clase: el objetivo era lograr que todos tuvieran la oportunidad de conocer el idioma culto. La universalización de la enseñanza constituía una oportunidad extraordinaria para una verdadera revolución: que el uso del español (lengua democrática, popular, desde su nacimiento) nos igualara a todos en el acceso a la cultura. No como ocurre en inglés, donde la lengua sigue siendo un factor de identificación social. Pero los cretinos falsamente progresistas, implantando por ley la imposibilidad de la exigencia y el rigor, degradando la consideración del conocimiento, obligando al aprobado casi general, impidieron aquel noble propósito: que nos distinguiera la cultura y no el dinero. Muerta la cultura, vuelve a ser el dinero, más que nunca, el elemento que nos diferencia. Además de que una lengua sin unidad ortográfica está condenada a desaparecer, a ser inútil.

Aquel compañero mío terminó siendo catedrático de la facultad de Educación. Ahí, y en Psicología, y entre los sociólogos educativos, es donde debería mirar la Universidad. Porque es de ella misma de donde salen las ideas que han destruido la enseñanza, toda la tecno-burocracia pedagocrática que ha exterminado la vieja idea de un saber humanístico y universal, y ha extendido el analfabetismo incluso entre los profesores.

El libro de Almela es una muy buena noticia. Se empieza a reconocer el mal. Pero es tan sólo una pequeña piedra contra un muro inmenso de cobardía, incuria, intereses y mentiras.