23 de enero

23 de eneroScorsese. Poco a poco voy deglutiendo la ristra de libros que compré en Sant Antoni. Ahora le ha llegado su turno al magnífico tratado sobre Martin Scorsese que firma José Enrique Monterde. No me precio de ser original por considerar a Scorsese uno de los mayores realizadores existentes. Aunque, como todo genio, da una de cal y otra de arena, la cal es siempre de primera. Me resultaron simplemente correctas (y en algún caso aburridas) películas como El cabo del miedo, La edad de la inocencia, El aviador o Hugo. En cambio, salí exultante de la proyección de Uno de los nuestros (Tavernier dijo que era «de una energía sideral»), Casino, Infiltrados, Gangs of New York o El lobo de Wall Street. Las mejores películas de Scorsese tienen un ritmo prodigioso (pero no descontrolado) gracias a su música y montaje, a lo que sin duda contribuye la pericia de Thelma Schoonmaker, su habitual colaboradora. Rezuman, también, un espíritu gamberro. Scorsese creció en Little Italy, Nueva York, donde, en sus propias palabras, «¿qué se puede ser sino gánster o sacerdote?». Él eligió una tercera vía, quizá equidistante. Mientras voy leyendo el libro de Monterde, me basta asomarme a Internet para visionar algunos de sus primeros cortometrajes, que antaño hubieran sido inencontrables. A propósito de Toro salvaje, recuerdo a un compañero de bachillerato, Jaume Forcadell, quien me leyó una crítica que calificaba la película de «asquerosamente perfecta».Ser cineasta requiere una voluntad de hierro, porque las dificultades que encuentra para llevar a cabo sus proyectos son a menudo titánicas. Pienso en tratar de adaptar los mecanismos narrativos de Scorsese a la literatura. Por ejemplo, su modo de presentar a los personajes, entre los que suele colarse alguno acelerado o disparatado (interpretado generalmente por De Niro o Pesci). Por ejemplo, la introducción de detalles circunstanciales. En After hours, cuando John Heard va a darle dinero a Griffin Dunne, la caja registradora se atasca y no puede hacerlo. En El cabo del miedo, Nick Nolte resbala con la sangre del detective al que acaba de asesinar De Niro y se da un formidable batacazo.

24 de enero

24 de eneroEl Zumbido. Viajo a Cieza con Carlos Gironés para reunirme con un club de lectura cuyos miembros acaban de leer La hipótesis Saint-Germain. Me alegra ver aquí a Fernando Fernández y Antonio Balsalobre. La novela contiene un homenaje-parodia a la fiebre por los ovnis y la parapsicología que arreció en los años setenta. Pronto la conversación deriva por ese camino, ya que muchas de las asistentes (emplearé el plural femenino) son más o menos coetáneas de quien esto firma. Gironés sugiere que mi libro sobre curanderos Dietario mágico responde en el fondo a la misma inquietud. No lo niego. Una lectora habla de cierto sanador de Extremadura que cobra 68 euros por abrasarte la oreja para combatir el cáncer, y se pregunta si las autoridades no deberían perseguir eso.

Pero lo más interesante lo cuenta otra lectora más joven que la anterior, de acento vagamente extranjero. Afirma que, hallándose en Casablanca, oyó en el cielo un sonido atronador de origen desconocido que, al parecer, se escuchó también por varias ciudades de Marruecos y el norte de Europa. Según leyó, no se trataba de un fenómeno sísmico ni meteorológico, sino cósmico. No he oído hablar jamás de nada parecido. Por la noche, ya de vuelta en casa, indago en la Red. Efectivamente, el 3 de enero de 2016 se escucharon extraños sonidos procedentes de la bóveda celeste en Casablanca, Agadir y Tánger y, días más tarde, en Holanda y el Reino Unido.

Pueden oírse grabaciones en Youtube. A veces recuerdan al crujido del maderamen de un enorme barco; en otras, parece tratarse de trompetas e incluso cánticos (aunque éstos parecen manipulados). En todo caso, el fenómeno ha sido percibido en distintos lugares y épocas y bautizado como 'el zumbido' (en inglés, the hum). Probablemente diera pie al mito bíblico de las trompetas del apocalipsis. El profesor Elchin Khalilov, de Azerbaiyán, brinda una explicación: se trata de ondas gravitacionales acústicas producidas por la irrupción en la Tierra de potentes llamaradas solares que, a su paso, desestabilizan la magnetosfera, la ionosfera y la atmósfera superior.

25 de enero

25 de eneroJavalí Nuevo. Me detengo a tomar un café en la pedanía murciana de Javalí Nuevo. En otros tiempos pasaba aquí horas consumiendo cerveza y cigarrillos junto a mi amigo Juan Antonio Moya, pero los bares donde solíamos hacerlo ya no existen. Ahora sólo veo ancianos anclados a los bancos municipales. Un vecino les grita al pasar: «¡Os vais a secar como bacalaos ahí al sol!». Varios conversan de pie. Uno le está dando golpecitos en la pierna con su bastón a otro que sostiene un bote de cerveza. El de la cerveza exclama, crispado: «¡Si me tocas otra vez con la gayá, te vas a enterar!». Parece una escena de patio de colegio, aunque ninguno bajará de ochenta años.

26 de enero

26 de eneroCasa Paco. Una de las cosas que más aprecié recién llegado a Murcia, hace ya un océano de tiempo, fue la prodigalidad de algunos restaurantes. Entre ellos se hallaba (se halla aún) el ventorrillo Casa Paco, del Niño de Mula, que mi mujer y yo hemos elegido para comer hoy. De pan te ponen media barra y, tras ofrecerte como por casualidad 'unas habicas', te dejan caer sobre la mesa una cesta bien repleta de habas frescas. Nada de cicatería. De las colañas del techo penden grasientas patas de jamón, y en el aire flota un bullicio que, lejos de molestar, resulta acogedor.

El generoso plato de embutido que nos sirven (tocino, chorizo, salchicha, longaniza, lomo, morcón blanco y negro) nos eleva ya al séptimo cielo. Luego vienen la ensalada, un sustancioso caldo con pelota y dos platos de cabrito: el primero guisado con almendras, y el segundo frito con ajos tiernos. Sabores que a Teresa, declara, le retrotraen a la infancia. Nos ventilamos una botella de tinto de la casa. Nunca he sido un connaisseur; sospecho que no sé apreciar como se merece la alta cocina. Este rústico ventorrillo contiene todo lo que busco.

Ojalá existiera un aparato para grabar tales sabores y olores y reproducirlos cada vez que uno quisiera.