Los dioses deben estar locosa sabiduría milenaria nos lo ha advertido muchas veces: quien a hierro mata a hierro muere. Thomas Cole nos lleva con su pintura Destrucción al último minuto en la vida de una civilización que ha basado su desarrollo en la opresión de los demás. Ahora es el momento de satisfacer las cuentas, los enemigos subyugados de antaño son los verdugos de ahora.

La antigua metrópoli ya conocida por el espectador es ahora una presa tomada al asalto, consagrada al saqueo y al holocausto. En miserable viuda se ha convertido la que antaño fue reina de las naciones. Los muros y los sagrados templos siguen en pie; mas no por mucho tiempo, las llamas los devoran. Las venerables esculturas son testigos mudos de la onda de sangre y destrucción que reducirá a cenizas lo que antaño fue el centro neurálgico de un país poderoso.

La imagen de destrucción y muerte parece sugerir una recreación del saqueo de Roma a manos de los vándalos el año 455, pero lo esencial de la pintura, pese a su intelectualismo civilizatorio, es la atemporalidad. No es una imitación historicista de la muerte de Roma, sino la contemplación del fin cruel de cuantas naciones han basado su bienestar en la desgracia ajena. La pavorosa visión del saqueo por fuerzas enemigas y la aniquilación total de la ciudad sin la menor sombra de piedad sugiere que en todo el imperio se está bebiendo el amargo cáliz de la desolación.

El espectador percibe cómo el sol cae y la civilización vive su último atardecer. Su muerte se asocia con la llegada de la oscuridad. Los faros que antaño vigilaban la costa están inutilizados o en llamas, desde ellos solo se puede observar con impotencia la llegada de pueblos invasores por mar impulsados por vientos favorables que ahora saquean la ciudad sin resistencia efectiva. Los santuarios arden, los jardines son saqueados. Las aguas bajan agitadas por un aire de tormenta. Nubes amenazantes cubren el cielo. Tierra y mar hierven de invasores crueles y asesinos que llenan plazas y calles de cadáveres. En vano se implora ayuda a los dioses, en vano buscan protección los suplicantes en los altares profanados, manchados con la sangre de los inocentes, como vemos en la figura de la madre que lleva a su hijo muerto en brazos a los pies de una estatua.

Por momentos resulta difícil decir si la escena pertenece al pasado o a episodios de nuestro presente renovado que eternamente retorna cuando reparamos en escenas familiares de pánico general, de masas aterrorizadas que buscan su salvación en la huida masiva y desordenada. Los barcos se llenan hasta los topes o se huye a nado. Reina el caos y el miedo más absoluto. Las infraestructuras colapsan y el puente por el que no hace tanto tiempo desfilaban marcialmente los soldados se ha hundido, mientras en su lugar se ha levantado una endeble pasarela de madera que apenas sirve para dejar salir a las masas que sufren el pánico y huyen de los horrores explícitamente mostrados que perpetran los invasores.

Matanzas y cuerpos de muertos violentamente cubren las calles, feroces asesinos irrumpen por todas partes. Incendios y columnas de humo que se levantan, soldados que solo se apartan de la matanza para ir, tea en mano, a incendiar el resto de la ciudad y sus palacios. Los ciudadanos son maltratados y ejecutados sin piedad. Una mujer en ropaje blanco está a punto de dar un salto, desesperado, al agua desde el muelle para escapar de la muerte. Esta mujer indefensa que huye presa del pánico condensa con su grito la última imagen de la ciudad en su momento final y es la encarnación perennemente repetida de la persecución y la muerte de quien ha quedado ya indefenso. Trazado está el sendero que ha atravesado la civilización, su destino pone punto y final a las esperanzas de la humanidad.