Hace mucho que algunas mujeres anónimas del siglo XXI (muy formadas, profesionales y muchas de ellas madres) llevamos pensando en eso de las ídolas y en romper ciertos clichés y tabúes que comienzan a circular en la sociedad actual y provocan enfrentamiento, sentimientos de culpa y demás sensaciones negativas y poco constructivas.

Hoy, 8 de marzo, es el Día Internacional de la Mujer, un día dedicado a las mujeres y a sus reivindicaciones. Me preguntaba mi hija por qué había un día de la mujer y no un día del hombre, a lo que respondí: porque el hombre y su mirada es protagonista casi siempre, ocupa la mayor parte del espacio (público y privado) y del tiempo (pasado y presente).

El feminismo es un fenómeno heterogéneo y complejo desde el punto de vista ideológico y sociológico, y así lo estamos viendo en la lucha que enfrenta a los partidos políticos por tratar de defenderlo desde su ideología.

Resulta curioso que, aunque se ha repetido hasta la saciedad que los términos machismo y feminismo no son antónimos, todavía hay quienes afirman que creen en la igualdad, pero no se declaran feministas. Incluso algunas se atreven a decir que son femeninas, no feministas. La RAE lo deja muy claro: feminismo es el principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre. El machismo es la actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres. Por lo tanto, se puede ser feminista y femenina e incluso machista y masculina.

El 9 de noviembre de 1933 las sufragistas españolas lograron, tras una dura lucha, que las mujeres (con independencia de su ideología política) pudieran votar. Así, hoy es posible que ejerzamos nuestro derecho al voto gracias a ellas. El movimiento feminista no pretende excluir al hombre ni imponer la supremacía de la mujer sobre el hombre. Tampoco pretende aplastar valores universales como el amor, el respeto, la libertad o la familia, mientras éstos aspiren a alcanzar la igualdad de derechos y de oportunidades entre hombres y mujeres.

Queremos una sociedad en la que caminemos juntos (o no, quién sabe) hacia la felicidad más plena que podamos lograr en el transcurso del tiempo que tengamos asignado en esta vida, asentada en valores como el respeto, la libertad individual, el consenso y el reconocimiento mutuo. No podemos olvidar que lo que no se nombra, no existe ni tampoco eso de que a veces el término genérico incluye a las mujeres y otras veces no, pues en estos tiempos este tipo de fenómenos resultan, cuando menos, inquietantes.

Las mujeres hemos accedido masivamente a la educación y al empleo y nos ha costado mucho esfuerzo y trabajo. No vamos a volver atrás (#niunpasoatrás). No obstante, no se puede alcanzar el bienestar ni mucho menos lograr la igualdad o equivalencia si el hombre no reivindica su co-responsabilidad en los cuidados del hogar y de la familia. El tiempo que mayoritariamente las mujeres dedican (además de a sus trabajos remunerados) al hogar y al cuidado de las personas dependientes (niños y ancianos, por ejemplo) es muy elevado y ni se valora (socialmente) lo suficiente ni, por supuesto, se remunera. La catedrática de Sociología María Ángeles Durán acuña el término cuidatoriado para referirse a esta nueva clase social a la que pertenecen, en su mayoría, las mujeres.

El asunto es muy muy serio porque en este reto por el logro de una igualdad o equivalencia real está implícito (entre otras cuestiones) el futuro de nuestra especie. Las mujeres no tienen más hijos, no porque no se enteren de lo que es un embarazo ni de lo que es llevar una vida en su vientre, sino porque no se aplican políticas para facilitarlo. Vivimos en una sociedad en la que el hecho de que una trabajadora se quede embarazada resulta un problema y constituye casi un pecado; la flexibilidad laboral sigue siendo una quimera; los permisos de maternidad y paternidad son manifiestamente exiguos; no existen bastantes escuelas infantiles subvencionadas para que la mujer pueda incorporarse al trabajo ni redes sociales de apoyo. En definitiva, es carísimo tener un hijo al que, además, van a tener que cuidar otros. Esta circunstancia, unida a la dificultad para incorporarse al mercado laboral que retrasa la edad fértil y las dificultades para acceder a una vivienda, se encuentra, sin duda, entre las causas principales del descenso drástico de la natalidad en nuestro país y la preocupación por el sistema de pensiones, uno de los adalides de nuestro Estado del Bienestar.

La injusticia en el entorno laboral entre hombres y mujeres se produce a diario y asistimos a ella cotidianamente impasibles y mudos. No importa la formación que tengan las mujeres ni su experiencia. Aunque estamos sobradamente preparadas, el acceso a puestos de responsabilidad parece vetado por nuestra condición sexual. De este modo, en el siglo XXI empiezan a sernos familiares términos de nuevo cuño como brecha salarial, techo de cristal o suelo pegajoso (Martínez Ayuso). La justificación no es la inexistencia de voluntad por nuestra parte, sino simplemente nuestra condición de mujeres. Este es un tipo de violencia que se ejerce veladamente sobre las mujeres, igual que ignorarlas e invisibilizarlas. Nuestro compromiso como feministas es trabajar en contra de este tipo de violencia líquida y otras como la física (#niunamenos y #metoo) que comparte una raíz común, una cultura heteropatriarcal bastante instaurada que provoca que algunos hombres machistas se crean superiores a las mujeres y con derecho a mercadear y a decidir sobre su cuerpo y su alma: la violencia de género, la trata, la explotación sexual, los vientres de alquiler, la maternidad subrogada, etc.

Ante las reivindicaciones feministas, el machismo más radical se siente amenazado al ver peligrar sus privilegios. Luchan con todas sus fuerzas para que esto no suceda inventándose (si es necesario) cualquier relato o acuñando nuevas voces. Rush Limbaugh (1992) fue el primero en adoptar el término feminazi (unión de feminismo y nazismo), aplicado de forma peyorativa para desprestigiar la lucha feminista. Asimismo, han surgido nuevas y curiosas palabras que parecen ir en la misma línea de confusión terminológica: hembrismo o feminismo liberal, por ejemplo, parecen ser dos de estos neologismos que se han extendido o comienzan a popularizarse con rapidez entre el machismo más radical para desviar la atención de lo realmente importante: el reconocimiento de la figura femenina en la sociedad.

Las mujeres feministas del siglo XXI amamos a los hombres que aman a las mujeres, no como iconos o ídolas a las que venerar y dejar en un rincón, sino como personas de carne y hueso con las que compartir la vida, con los mismos derechos y las mismas oportunidades. La educación es clave. Debemos esforzarnos por educar a nuestras hijas e hijos para el respeto mutuo. No es bueno que haya hombres y mujeres que crean que por su sexo pueden tratar a los demás sin ningún respeto.

Evidentemente y, por fortuna, nos diferencia la biología y la psicología, pero todos somos seres únicos y, por ello, dignos de respeto.

Esto no es una moda pasajera. Las mujeres del siglo XXI queremos la mayoría de edad kantiana. Con todo, también queremos vivir en los pronombres, porque, como decía Salinas (que escribía en verde), intuimos que es la alegría más alta.