La Arcadia feliz es la región de los sueños, el mito civilizatorio por excelencia, la imagen de una humanidad dichosa que ha logrado asegurarse un futuro frente a la naturaleza, pero que aun convive con ella sin despreciarla ni explotarla, en una relación de armonía que hubiera encajado perfectamente en las concepciones de Rousseau. Thomas Cole recrea en El Estado Pastoril, el segundo cuadro perteneciente a su serie sobre el curso de las civilizaciones, ese momento bucólico y soñado de un paraíso perdido.

Reconocemos el paisaje familiar, eterno, de edades anteriores, prevalece todavía la gran verdad según la cual los hombres pasan pero la tierra permanece. En la pintura apenas ha cambiado el punto de vista que el espectador ya conocía. Siguen siendo visibles la murallas rocosas, los farallones y acantilados. La humanidad está en los inicios de un camino nuevo, nieblas y brumas han desaparecido, la luz es ahora suave, el cielo azul está despejado, las montañas se elevan lejanas. Estamos ante una suave primavera en descenso pausado y amable hacia los límites de un agradable verano. No hay sombra de preocupación, la naturaleza está presente, pero dominada y concede al hombre sus dones y favores. No es la caza, es decir la lucha, sino la agricultura y la ganadería, esto es, la organización social y la gestión técnica de recursos, aquello que preside el momento histórico que contemplamos.

La economía balbucea en sus comienzos, pero sitúa a la humanidad sobre un sendero para el cual no habrá marcha atrás posible. Por todas partes aparecen los cultivos y los animales, nacidos en corrales y establos, han olvidado la libertad; ahora se emplean por su utilidad y con fines económicos. Nace la domesticación. Ya no vemos cazadores pero sí rebaños de ovejas y bueyes arando la tierra. La economía, que supone un triunfo del pensamiento matemático, va acompañada del nacimiento de la ciencia, como sugiere la figura de un anciano de barba blanca que aparece estudiando una figura geométrica pintada en el suelo. Aunque el anciano sea un testigo del tiempo pasado y por así decir una reliquia viviente de las edades pretéritas, precisamente su ancianidad, su barba y bastón, hablan ya de una madurez del pensamiento especulativo y anticipan un futuro triunfo absoluto de la razón.

El optimismo reina por doquier en un ambiente que todavía es primigenio, en que la presencia de la religión es visible a través de un gran templo megalítico desde donde se eleva la densa columna de humo que provocan las ofrendas. Figuras juveniles danzan sobre los prados, y las canoas de antaño han desaparecido para dejar paso a auténticas embarcaciones construidas por artesanos especialistas que harán posible la difusión del comercio y la civilización. Hiladoras y árboles cortados muestran el florecimiento de la industria. También el arte está, como la geometría y las matemáticas, en sus comienzos según muestra la imagen de un joven sobre un puente de madera pergeñando una figura esquemática muy tosca. La humanidad abandona lentamente su infancia mientras su sol se eleva. La ciencia, el comercio y la explotación de la tierra alzan la civilización. La naturaleza empieza a ser dominada, las condiciones de vida cambian y el hombre adopta una posición de indiscutible dominio.

Pero al final, el poema bucólico se ensombrece parcialmente con la aparición de jinetes con casco y armadura, lo que alude a un incipiente desarrollo del arte guerrero tendente a la expansión, a la agresión, al militarismo, al nacimiento de la voluntad de poder que encumbra pero que también destruye El idilio entre el hombre y la naturaleza no se ha quebrado aún, pero está a punto de romperse la armonía; la edad dorada de la Arcadia tocará a su fin cuando las forjas hayan aprendido a fabricar más rápido las espadas que los arados. La puerta de la civilización se abrirá entonces para los hijos de Caín.