Uno de los personajes de Cada hombre en su noche, de Julien Green, uno de los miembros más representativos de una oleada de autores conversos al catolicismo durante el período de entreguerras, dice algo como: «El catolicismo es la más inmoral de todas las religiones, ya que permite a la gente cometer los delitos más graves, confesarse a continuación y quedar justificado plenamente, sin rastro alguno de pecado». Me ahorro el debate posterior, pero en esta exageración se puede encontrar parte de la explicación para que este fin de semana estemos asistiendo a un gran acto de reflexión de cuatro días de duración durante el que la Iglesia católica parece decidida a erradicar esta perversión que la ha corroído a lo largo de su historia. Porque supongo que nadie será tan ingenuo de pensar que los abusos son cosa reciente, solo porque tardaron tanto tiempo en comenzar a ser masivamente denunciados gracias al trabajo periodístico realizado por el Boston Globe, una historia brillantemente contada en el film ganador de un Oscar, Spotlight.

La Iglesia católica ha aportado grandes tesoros a la cultura y al patrimonio intelectual de la Humanidad, pero nunca se ha caracterizado precisamente por su fineza moral. Empezando por la persecución salvaje de disidentes, judíos y mujeres flojas de remos o enfermas mentales caracterizadas como brujas por parte de la Inquisición, continuando por la negación de evidencias científicas finalmente reconocidas con siglos de retraso, y culminando con la persecución y criminalización de adúlteros, divorciados y homosexuales hasta anteayer más o menos. Hace apenas unos años, el Catecismo oficial de la Iglesia todavía justificaba la pena de muerte en ciertos supuestos, cuando ya muchas legislaciones nacionales la habían abolido completamente de sus códigos penales e incluso militares. La Iglesia ha podido ir en la vanguardia de muchas cosas, y habrá hecho una labor caritativa y educativa de enorme valor, pero en cuestión de defensa de los valores morales, casi siempre ha ido a rastras.

Si bajamos al detalle, las historias son alucinantes. Durante más de veinte años, Juan Pablo II amparó y protegió de sus críticos, víctimas y denunciantes a Marcial Maciel, nada menos que un pederasta, polígamo y heroinómano que dirigía a la, por lo demás, muy digna y cristiana congregación de los Legionarios de Cristo. Tuvo que morir Juan Pablo II para que el papa Benedicto XVI, un espíritu casi puro y un pensador de enorme capacidad intelectual, quitara el manto de protección a Marcial Maciel y lo apartara de su Congregación y del sacerdocio.

Lo que ha consentido la Iglesia católica a lo largo de su historia, dejando que depredadores sexuales abusaran de los mismos niños que sus padres les habían otorgado para su custodia, no tiene nombre. La cuestión es si los reunidos en Roma este fin de semana serán capaces de profundizar en las raíces del problema, y si serán también capaces de entender que la Iglesia católica, por mucho poder que tenga, no debería dar nunca cobertura a un pederasta. El poder institucional y la influencia social de la Iglesia llevó a sus dirigentes a pensar que ellos solos podían solucionar el problema sin que perjudicara la imagen de la institución. Bajo la excusa canónica de no provocar un escándalo, la Iglesia institucional se dedicó a tratar con laxitud, a ocultar y proteger a los que no eran otra cosa que meros delincuentes a los que ella misma debería haber puesto en manos de la Justicia. Tratar como un pecado lo que no es otra cosa que en un delito pone de manifiesto la enorme soberbia con la que la Iglesia se ha manejado en nuestras sociedades durante siglos.

Muchos católicos defienden y disculpan a su amada Iglesia resaltando algo evidente: pederastas los hay en muchos sitios, y no solo en la Iglesia católica. Eso es cierto, pero no me imagino a la directiva de un equipo de fútbol protegiendo a un entrenador pederasta y pagándole un retiro espiritual para que recapacite sobre sus actos antes de volver a ponerlo a entrenar otro equipo de infantiles. Sea lo que sea lo que decida hacer la Iglesia en el futuro, llevará siempre el estigma de que solo la presión de la opinión pública y, sobre todo, la enorme cantidad de indemnizaciones que ha tenido que pagar a ciertas víctimas por obra y gracia de la Justicia norteamericana, la haya hecho reaccionar frente a los abusos en su seno.

Hay quien argumenta que la culpa de todo este asunto la tiene el celibato. Desde luego, yo nunca me he fiado de poner a mis hijos en la órbita de unos solteros adultos carentes de una vía ordinaria y moralmente aceptable para descargar sus naturales tensiones sexuales. Algún estudio fiable establece en un 15% la proporción de personas que gozan de un impulso sexual lo suficientemente atenuado como para llevar sin mucho esfuerzo una vida de contención y privación. Pero es evidente que no todos los que hacen voto de celibato responden a este perfil. Según Richard Sipe, un antiguo sacerdote norteamericano que ejerce ahora como psicoterapeuta, la mitad aproximada de todos los sacerdotes incumplen su compromiso de llevar una vida célibe. A falta de datos fiables, este dato puede ser tan increíble o creíble como cualquier otro. Personalmente, creo que la clave del problema es que la Iglesia recluta preadolescentes que después intentan, y no siempre lo consiguen, ser consecuentes con un tipo de vida escogida en plena inmadurez mental y sexual.

Esperemos que la fuerza que inspiró a tantos Santos de la Iglesia sostenga ahora la mano del papa Francisco y le permita imponer a una renuente clase cardenalicia y episcopal el sometimiento a la legislación civil para los episodios de abusos sexuales. Deberían entender que es una pura cuestión de supervivencia para su entramado educativo y también para la propia Iglesia. Incluso los que no creemos en su doctrina, precisamos de la labor social y el apoyo personal que presta la Iglesia a tanta gente, propios y extraños. Ojalá espabilen los prelados reunidos este fin de semana y tomen medidas realmente eficaces para solucionar este grave problema.

Por su bien y por el nuestro.