Sabido es que los reality show tienen un gran éxito. Solo porque fisgoneamos en la vida de los demás. Los juzgamos, criticamos, admiramos y destripamos. Son más desgraciados que nosotros o más felices y entonces no se lo perdonamos. Si la cuestión es de cuernos (lo habitual) más disfrutamos. Si es de muerte y desgracias el morbo nos cautiva, sobre todo si la cadena de televisión de turno hace audiencia (obsérvese que todas las televisiones dicen el mismo día que han obtenido el máximo de audiencia en un periodo determinado) y gana dinero, aunque sea a costa del dolor de una familia. Eso qué más da. Y si encima le da caña a uno de los que trabajan en la misma, mejor que mejor. Nos interesa muchísimo si hace vente años la echaron de un sitio o le fue infiel su marido. Lo importante y la noticia es que ahora está ya feliz y se va a casar con las manitas juntas y los ojos cerraditos.

Hasta aquí todo normal. Disfrutamos con el mal ajeno. La cosa se pone más interesante cuando encima un mandón sienta cátedra de lo que hay y de lo que no hay que hacer, no en el programa sino en la vida en general. Y lo asombroso es que le tienen miedo y cuando habla todos mutis y a acatar sus lecciones de moral. Pero lo que ya no es tan normal, pero sí legal es lo que sentenció el Tribunal Superior de Justicia de Madrid el 16 de julio de 2018 (recurso de suplicación 497/2017) donde dijo que uno de los intervinientes del programa Casados a primera vista era un actor que mantenía una relación laboral con la productora.

Se trataba de un concurso cuyo objetivo era hacer un experimento de carácter sociológico sobre la importancia del conocimiento previo (como si después eso sirviera de algo) que tengan entre sí las parejas que se van a casar. El concursante, efectivamente, se casó y, como era de esperar, a los dos meses se divorció. La productora le comunicó la extinción de su contrato y él la demandó para que esa rescisión se considerarse despido. En el juzgado no le dieron la razón, pero sí en parte en el Tribunal Superior de Justicia, por entender que había una relación laboral entre ellos, dado el contenido de la participación del concursante en el formato. Los concursantes y sus familiares fueron grabados durante la boda a ciegas y en todos los acontecimientos previos y posteriores, sin seguir ningún guión o papel.

El contrato, que lo llaman de 'ensayo', entre el concursante y la productora tiene telita. Su selección para participar en el concurso conlleva necesariamente un previo examen médico de salud y un test de compatibilidad para con su misteriosa y desconocida pareja de futuro (si no llegan a ser compatibles, duran un estornudo en lugar de dos meses). Eso sí, ese estudio es a través de un método científico de predicción de compatibilidades psicológicas y afinidades de estilo de vida realizado por una empresa (paténtalo que da resultado). Existe además entre las obligaciones del participante, el no indagar cómo es físicamente su futura pareja y un compromiso de ser objeto de seguimiento audiovisual 24 horas al día, por parte de la productora. Por su parte, ésta se obliga no solo a esos expertos para el éxito de la boda, sino también a pagar viajes, incluido el de boda, y el divorcio posterior en su caso. Pero lo que es más significativo, es que se fija en ese contrato laboral de duración determinada, bajo el régimen especial de artistas, una retribución de 1.500 euros brutos mensuales. El citado TSJ establece la existencia de una relación laboral entre la productora, que trabajaba para Atresmedia, y el concursante de ese reality, pero devuelve las actuaciones al juzgado para que diga si existió o no despido.

Anda que, comoTele5 tenga que contratar a todos los que han pasado por sus miles de realitys no me pierdo su comida de navidad de este año.