La aceptación y el rechazo social condicionan muy mucho nuestra manera de ver y estar en la vida. El juicio de los demás contribuye notablemente a la integración social, al crecimiento personal, y, por ello, a la propia estabilidad emocional, al desarrollo de la autoestima y al uso de nuestra libertad.

Es un hecho que necesitamos sentirnos importantes y parece que sabernos alguien para los demás, de sentirnos aceptados y aprobados por los demás, es el modo habitual en que los seres humanos satisfacemos esta necesidad, pagando un alto precio por esta servidumbre.

Esta obviedad, derivada de nuestra condición de seres sociales, está sometida a la misma ambigüedad que es el signo de lo humano, siempre en tensión entre la grandeza y la miseria, entre la gravedad y la gracia, como invoca la obra de Simone Weil.

Por un lado, nos vemos como hijos de la Ilustración que pisan fuerte, que construyen mundos y conquistan universos. Y algo de eso hay. Pero no es menos cierto que nos define más la vulnerabilidad y la debilidad que la autosuficiencia ególatra: basta, a veces, un comentario peyorativo o un 'no me gustas' en las redes sociales y nuestro ego automáticamente se desinfla.

Todos necesitamos recibir el eco de la aceptación de los demás que es un modo en que los otros reconocen que nosotros y nuestros actos son valiosos. De manera que la construcción de nuestra propia imagen y, por tanto, la tarea de lograr nuestra propia mejora personal no es ajena a la interacción moral con nuestros semejantes desde el binomio inclusión-exclusión social.

Hay, en primer lugar, quien considera que lo prioritario es él mismo, su autoconcepto, sin importarle para nada cómo los otros lo perciben o lo que los otros piensen u opinen sobre él. Este complejo de Robinsón Crusoe, que Rousseau quizá aplaudiría y que Martín Buber claramente abominaría, no es sino un caso patológico de narcisismo autosuficiente. Nos guste más o nos guste menos, estamos abocados a interrelacionarnos con los demás y no podemos desarrollar nuestro 'yo' sin unos 'tús' o sin un 'nosotros' dentro de una sociedad.

En segundo lugar, por el valle opuesto al narcisista, discurre la perspectiva de quien asume como valiosa la opinión de los demás, carece de criterio propio y, por tanto, juzga que le va bien o mal dependiendo de lo que los otros le acepten o le rechacen, lo elogien o vituperen. Pero esta dependencia es un defecto, porque no es verdad que los otros sean un espejo que refleje objetivamente lo que tienen enfrente; los otros también funcionan por modas, prejuicios, maldades y bondades, intereses y tantas otras cosas que entran en la pasta humana.

El hombre postilustrado ha venido a dar de bruces, transformado en postmoderno, en un péndulo cuyos dos extremos definen altibajos propiamente adolescentes de amor-odio, maniqueísmo inmaduro que lo mismo afirma, cual moderno Protágoras, que él solo se basta para saber y decidir sobre su vida, lo justo y lo injusto, el más allá del bien y el más acá del mal. Triste hombre este que, sin haber pasado de la primera página de Camus, afirma todo lo contrario: que la vida carece de dirección y sentido, que el infierno son los otros, que total para qué, un Sísifo redivivo, en suma.

En ese sentido, uno de los psicólogos más influyentes del siglo XX, Carl Rogers, decía que «la aceptación es el resultado de la combinación de las actitudes de tolerancia, respeto y comprensión empática que se fusionan en una actitud de acogida». La aceptación personal, el reconocimiento de la propia realidad y el tener un buen autoconcepto, favorecen la empatía y la seguridad en las relaciones con otras personas y con uno mismo.

La aceptación, el aprecio y el reconocimiento de los demás es importante y mucho: es un ingrediente fundamental de la propia maduración; pero mucho más esencial es la comprensión y aceptación de uno mismo, tal y como somos en realidad, incluyendo ahí las posibles vías de mejora en nuestro proyecto de vida, siempre por construir.

De modo que hay que valorar lo que somos (y en eso acierta el narcisista), pero sin perder de vista (y en eso atina quien sólo ve la imagen que le devuelve el espejo social) que somos seres que dibujamos nuestra vida con el lápiz de nuestra libertad pero siempre en relación con los demás. Y, por tanto, el camino hacia la plenitud tiene que ver con saber gestionar adecuadamente lo que somos, pero no de manera egocéntrica, sino desde y con los demás.