Entre otras cosas, vivir próximos a los museos o espacios de arte nos hace amar cuanto somos: tradición y presente. Aunque si algo nos construye, es la observación. Llevo un tiempo mirando y viendo, comprendiendo que lo único estable es el cambio, especialmente aquel que vive la sociedad a través de cada individuo. Creo haber interiorizado la importancia de contar las historias, el valor que tienen los museos y los cambios a los que deben someterse para salvar la adaptación de los tiempos.

Un museo es un espacio para el amor, sí, para el amor a cuanto fuimos y a cuanto seremos. En él se recogen, con cuidado, las historias de las tradiciones pasadas, se miman, se analizan y se cuentan lo mejor posible. Y también suceden los encuentros actuales, se reflexiona sobre quienes somos y seremos. Surgen los afectos. Un museo es un lugar donde nos encontramos con lo pasado para construir lo futuro.

La institución cultural es encuentro y unidad, un Tercer lugar. Ray Oldenburg fue quien habló por primera vez de los terceros lugares como espacios donde suceden esos fenómenos sociales (que tanto necesitamos) entre la ciudad y la sociedad. Un tercer lugar no es el primero, que es el hogar del individuo, ni el segundo, que es el espacio de trabajo. Es el tercero, donde suceden cosas, donde se crea mientras se aprende, donde se crece como individuo para mejorar lo colectivo. Es el espacio en el que nos sentimos bien y la creatividad emerge indómita por ello. Los museos han cambiado, sus funciones evolucionan ante la demanda de una ciudadanía que, activa, desea emprender, crecer y dar cuanto posee. Vamos a escuchar a los terceros lugares, vamos a creer en los espacios donde vive la creación y nace la cercanía, aquellos en los que no cabe lo que no ayuda. Como en todo, será el tiempo quien nos acompañe a vivir esta certeza.