Lejos de haber desprovisto al mundo de su misterio el progreso técnico, este nos ha devuelto a las orillas del mito, y bajo la aparente victoria del saber científico en todos los frentes, la vida se ha vuelto mágica gracias a la técnica. Parecía que quedaba relegado a las oscuras líneas de las novelas góticas de antaño la presencia inquietante de un ser dentro de nosotros. Inesperadas añoranzas, sensaciones nostálgicas que no obedecían a causa conocida, fuerzas misteriosas liberadas durante el sueño, la intuición de no pertenecer plenamente al lugar que habitamos; la sensación de no concordar, de no encajar plenamente en una no siempre cómoda vida familiar que hacía que muchos niños soñaran con ser príncipes y princesas raptados de palacio y empotrados en un hogar más humilde, adoptados a la fuerza, cambiados al nacer. Para luego, como en una novela sentimental, descubrirse a uno mismo hijo de reyes o nobles, vástago ignoto de padres insospechados, o en un sentido adverso e inesperado, contemplarse bajo de origen y humilde, o peor aún, advertir una predisposición congénita al mal después de haber sido criado en una cuna que no nos correspondería.

La relativamente fácil disponibilidad de pruebas de ADN ha transportado a numerosas personas a un escenario antes solo intuido o apenas susurrado. Ha permitido confirmar las sospechas de un origen antes callado, lastrado por el estigma de la falsa adopción o de la infidelidad conyugal. Y así de repente, y por propia voluntad, alguien puede dirigirse al poderoso mago de la ciudad de Oz para pedirle que desvele el misterio de su origen. Las imágenes, destellos y reflejos que ejercitan sus circunvoluciones dentro de la mágica esfera de cristal adoptan la forma bella y artística de una cadena de ADN girando sobre un eje imaginario mientras adoptan una forma hipnótica y helicoidal.

El misterio queda resuelto y la pregunta contestada, la cadena giratoria lanza su respuesta oracular, diciendo al suplicante que no es quien cree ser, no es el hijo de sus padres, o tan solo medio hermano de aquellos con los que ha compartido juegos infantiles y primeras esperanzas. Las revelaciones del oráculo, como aquellas de la antigua Grecia, tienen consecuencias devastadoras, el espejo ya no arroja la imagen habitual tan familiar sino la de un desconocido y se acerca la siguiente parada en el inesperado viaje del conocimiento, un paso más hacia la revelación, el interrogatorio despiadado de aquellos rostros envejecidos que antes poblaron la infancia con familiaridad. El suplicante quiere saber quién es, de dónde viene, quiénes son sus verdaderos padres, por qué fue arrebatado de su lado, dónde está su madre, qué afanes la impulsaron a abandonar a sus hijos, o quién es aquel que usurpó en el lecho el derecho conyugal del hombre a quien un día llamó padre. Innumerables preguntas atormentan al suplicante como antaño las Erinias atormentaban al sacrílego, pues se ha descorrido el velo del secreto protegido por manos desconocidas pero todavía poderosas.

Y desde una plácida vida anónima el suplicante pasa a ser un instrumento del destino, un cazador de la verdad en busca, como los héroes antiguos, de su verdadero linaje, de la restitución del honor o la reparación de una antigua laguna en la memoria de la familia; puede asimismo dejar al descubierto un pequeño episodio familiar que provocó una catástrofe personal o poner al descubierto la corrupción moral de toda una sociedad como la que se oculta bajo las tramas de falsas adopciones.

La visita al oráculo genético, como en aquellos otros oráculos de la Antigüedad, ha arrojado al suplicante ante el abismo ignoto de su propia identidad, y como antaño ocurría, le hace embarcarse en un búsqueda de final inesperado para reparar el honor perdido, para recuperar la verdad robada, para poder finalmente resolver el enigma del destino y la pregunta crucial del quién eres tú, a la que el espejo de todos los días ya no podía contestar.