Es normal que haya mucha gente cabreada con el sistema capitalista. El otro día fui a mi banco habitual y me encontré con la bonita sorpresa de que mi oficina había desaparecido. Un lacónico cartel me anunciaba que tenía que desplazarme hasta la más próxima, que estaba bastante lejos, y cuando llegué me enteré de que la atención al cliente se terminaba a las 11 de la mañana. Al mismo tiempo, leí que ese banco estaba planeando despedir a varios miles de empleados, de acuerdo con un «nuevo plan de reestructuración estratégica de la red urbana» (por cierto, qué maravilloso resulta el uso de la 'neolengua' cuando se trata de enmascarar los cierres y los despidos). Y podríamos seguir y seguir con más ejemplos sobre las trapisondas de las compañías eléctricas o sobre los abusos de las multinacionales y de otras muchas empresas. Por no hablar de la deshonestidad y la corrupción rampante que se da en las altas esferas de la política y de la economía. Y eso que nos olvidamos de la destrucción del medio ambiente y del trato abusivo con que se trata a unos empleados prácticamente desprovistos de derechos laborales.

Sí, todo eso es muy cierto, pero ¿cuál es la alternativa a esa situación? En general, cuando se le pregunta a la gente que se proclama anticapitalista con qué medidas económicas y laborales se podrían cambiar las peores consecuencias del capitalismo, las respuestas suelen ser muy vagas, o en todo caso se limitan a señalar que el Estado debe hacerse cargo de todo: instaurar una renta mínima para los ciudadanos con problemas, subir los impuestos a los más ricos, nacionalizar los bancos y las empresas estratégicas e imponer límites a los precios de los productos básicos y de la vivienda. En otras palabras, la socialización de los medios de producción que predicaba Karl Marx.

Lo malo del caso es que todas estas fórmulas se han probado ya docenas de veces a lo largo del siglo XX y nunca han funcionado. Ocurrió en la URSS, ocurrió en la Europa socialista de la posguerra (desde Polonia a Albania), ocurrió en la China de Mao, ocurrió en Camboya y en Cuba y en todos los países que intentaron aplicarlas: sin una economía de mercado, sin empresarios y sin capitalistas, la economía se estancaba y la vida cotidiana se convertía en un adusto purgatorio en blanco y negro, en el que el ciudadano no tenía motivos para quejarse (tenía casa y comida asegurada), pero en el que todo estaba controlado por la policía política y la absoluta falta de libertad individual. En Cuba, por ejemplo, la hija del Che Guevara se quejaba de que tenía que bajar al mínimo el volumen de los discos de los Beatles para que su vecina no la denunciara por escuchar 'música imperialista'. Y ella era la hija del Che Guevara. Los demás ciudadanos, por supuesto, jamás podrían comprarse un disco de los Beatles.

Esto explica que la izquierda recibiera alborozada la revolución chavista de Venezuela. Por fin la izquierda llegaba al poder por medio de unas elecciones libres y pretendía gobernar respetando los derechos de la oposición y las formalidades burguesas de la 'democracia representativa'. A partir de aquel momento, la izquierda desmoralizada por la caída del Muro de Berlín en 1989 podía volver a soñar con el 'socialismo del siglo XXI': un nuevo socialismo que garantizaba las libertades individuales al mismo tiempo que repartía equitativamente la riqueza. El caso de Venezuela, además, ofrecía una variante muy importante: hasta entonces, los regímenes socialistas se habían intentado montar en países pobres y atrasados, mayoritariamente rurales y con escaso capital humano. Venezuela, en cambio, era un país rico: tenía una próspera clase media y las mayores reservas de petróleo del mundo. La Revolución, por primera vez en la historia, podría hacerse partiendo de la prosperidad en vez de la escasez y el atraso.

En veinte años ya hemos visto lo que ha pasado en Venezuela. La inflación ha alcanzado la asombrosa cifra del millón por ciento (equivalente a la inflación de la República de Weimar, cuando un dólar valía un millón de marcos), la industria petrolera está arruinada, las empresas no funcionan, los hospitales carecen de recursos básicos y los supermercados están desabastecidos.

Gobierna el país un tirano de opereta, antiguo conductor de autobús, que se rodea de una camarilla de generales cargados de medallas y de obesidad casi mórbida. Gracias a toda clase de argucias legales, el tirano de opereta ha disuelto la asamblea legislativa, ha nombrado los jueces a dedo y ha redactado una Constitución a su medida. Y ahora hasta los antiguos electores chavistas, hartos de pasar calamidades, se oponen a la Revolución Bolivariana.

Comprendo que una cierta izquierda en Europa (casi toda, en realidad) esté desesperada y deprimida por el hundimiento de la Venezuela chavista.

No es para menos.