Se han lanzado en tromba. Una vez que el presidente López Miras hizo el anuncio del traslado de la Consejería de Turismo a Cartagena, la oposición estalló para sumarse a la tarea: no sólo estaban todos de acuerdo, sino que lo habían inventado o propuesto o pensado o comunicado a sus parientes en una boda mucho antes de que al PP se le ocurriera la ocurrencia. Hay que rebañar votos de donde sea. Y, normalmente, las promesas se les hacen a los más, mientras se olvida a los menos.

La propuesta coincidía, para aviso de nadie, con los datos que revelan el despoblamiento de varios municipios de esta región, una estadística que muestra, una vez más, lo que alguien (no sé si fue Borges) llamó la mejor fórmula de la mentira. Lo trascendente no es que algunos municipios hayan perdido población, sino el asolamiento de muchos que no la han perdido, pero cuya distribución territorial no ha hecho más que dejar vacío y ruina en sus extensísimos términos municipales. Caravaca tiene hoy los mismos habitantes que al principio del siglo XX. Pero sus cortijos y veredas, «campos de soledad, mustio collado», ya no guardan ni su propia memoria.

Como he escrito otras veces, y como la vida misma, esta región son, al menos, dos: la rica, la levantina, la de Murcia y la huerta y Cartagena y la costa; y la pobre, las tierras del interior, más castellanas y andaluzas, la España vacía, la del olvido, la del secano y el monte, la que aparece sin iluminación en esos mapas de noche que podemos encontrar en internet, la que se une en su abandono con los pueblos hermanos de la provincias de Jaén, Almería, Granada y Albacete, esa tierra, la mía, la que se dio cita el pasado domingo en Barranda, y a la que acudieron ese día los mismos políticos que nos dejaron sin circunscripción electoral.

Sucede que, en esta región, cada vez que un político murciano se levanta magnánimo y se mira la barriga a ver si se le ha puesto verde, se le concede algo a Cartagena: un parlamento de hojaldre y chantilly, unas inversiones millonarias para una ciudad renovada (y preciosa), una universidad, un museo€ y aun así el llanto sigue siendo allí una opción electoral. Y no hay partido que no use el lagrimal cada vez que se acercan elecciones. No digo que no sea justo, que lo es, ni que la descentralización no sea, en este caso, racional. Lo que digo es que aquí la descentralización siempre va hacia el mar, y nunca hacia quienes sin la actuación de las Administraciones públicas están condenados a desaparecer. O ya lo han hecho.

¿Oponerse la oposición? ¡Qué va! El PSOE tiene a una alcaldesa en el alambre y, cada vez que se presenta la ocasión, demanda la provincia o lo que sea necesario. ¿Y Ciudadanos? Clama al cielo que un partido cuyo portavoz es hijo de esa desolación, se sume sin rechistar al olvido del que procede. Mientras, el Partido de la Gente, Podemos, está en su guerra y no va a ir a reclamar nada donde ya no hay gente. Derechas ciegas, izquierdas tristes, todos concentrados donde está la riqueza.

¿A quién se le va a ocurrir, por ejemplo, la insensata idea de que las aldeas que se caen a pedazos pudieran beneficiarse del trasiego y el incremento de población que supondría la instalación de una Consejería? Casi cuatro mil kilómetros cuadrados, sólo en esta provincia, de bellísimos paisajes, de bosques y calares, de sabinas y carrascas, podrían convertirse en una experiencia de repoblación y atractivo turístico ejemplares. Pero para eso hay que tener un proyecto de Región, que es lo que jamás se ha tenido, lo que nuestra clase política ha sido incapaz de concebir en cuarenta años de autonomía. Y si fuera nos tratan como nos tratan, deberíamos preguntarnos si acaso la razón no somos nosotros mismos.