Si primer recuerdo de la Hepburn, de Audrey (demasiados recuerdos de Katherine para poder ordenarlos) es su cómico intento de suicidio en un garaje con el monóxido de buicks y larrabees. Eso y, muy desvaída, una pista de tenis desierta.

Después, vagas nociones de éxodo y deicidio, el fantasma de Dalton Trumbo, despojado de nombre, arrastrándose en horas de brujas por el Trastévere tras una apócrifa princesa transfigurada en mujer madura que corta el cabello a Dreyfuss, todavía no suficientemente viejo para leer novelas de amor, en un campo de flores...

Una criatura ciega, que no ensayaba sobre la ceguera como hicieran otros, sino que era acosada en el centro de ella, huyendo a través de colores deshechos, rigiéndose por leyes de tiniebla, quizá hacia niños que el mundo había olvidado.

Como no empatizo con el mundo (aúlla en mi interior una sombra hosca, algún rastro de Abaddón el Exterminador y el estruendo de ángeles impuros devorando los restos de la luz sobre un cielo agonizante, o el Moloch de Ginsberg, cuya pobreza es la vasta piedra de la guerra), tampoco espero demasiado de él.

Mientras los signos se pudren lentamente, nos complacemos en nuestra ebriedad, que no es el don que proclama Claudio Rodríguez, sino una inerte deriva. La reminiscencia de las noches que rasgamos con los dedos obcecados en alguna forma de hallazgo o de ausencia, un sumidero obstruido por pedazos de cuerpos macilentos que la conciencia no ha absorbido bien.

Miles de cadáveres diminutos pesan tanto como el hambre, como la vergüenza que no sentimos al mirarlos o los sacramentos nocturnos que empañan los bordes de una utopía crepuscular desgarrándose en suburbios. La miseria nos acompaña, la llevamos en la voz, nos acecha detrás de los espejos, en los rincones donde deambulamos a tientas, muy cerca ya de lo que exactamente somos, en silencio.

Es el último monstruo.

Todos esos niños son la misma periferia, la misma memoria ínfima, la misma caligrafía torcida que empuja a destinos mudos. Todos, la misma infancia derruida, hueca, resonando, una y otra vez, en la cálida profundidad de nuestra ceguera, cercada por millares de crisálidas ruinosas sobre las que el mundo derramó su pálida linfa de animal enfermo, arrojándolas a la noche, que muele en sus engranajes el insomnio de tantos cuerpos ateridos. Todos esos hombres prematuramente malogrados, desplomados como sombras, sin peso aún, sobre el suelo, todas esos seres desvanecidos de los que únicamente puede nacer algo melancólico y deforme, suman una sola página mugrienta, reciente y raída a la vez; el eco de una sórdida verdad, rumiada por mil bocas sonámbulas hasta agotar su sonido, que hubiera sido obscena en una tierra más densa.

Tenues luces perforan la tarde, temblorosa aún como un río que se abisma, una frenética orgía de máscaras ya adheridas a la piel envueltas en la tibia respiración de cualquier ciudad transparente, mientras los perros de Brueghel aguardan, sucios, escuálidos, tras muros roídos por la lepra gris del tiempo que conceden ámbitos de penumbra o de danza. Los reflejos sedimentados bajo las aguas complacientes de los espejos forman un istmo yermo, el oscuro hormiguero en que sollozan criaturas apenas vislumbradas, allí cautivas para conjurar los temores que acucian a los náufragos y la alienación no logra disipar.

Cuando la música haya cesado, hendido el último sueño por la sed arrancada a lechos agostados que ya no remontarán la sequía, los lazos que descuidamos, los invisibles hilos de nuestra ceguera se tensarán, hundiéndose más y más en la carne al intentar cortarlos. Una víspera ocre borrará nuestros pasos, casi un sudario con que aliviar la breve desnudez que nos reste hasta la completa orfandad, y miles de pequeñas fosas anónimas bostezarán como bocas procaces susurrándonos la caída, exhalando sobre nuestros lívidos corazones el hedor necrófago de la tierra que cubrimos de olvido.

No hay drenajes para una conciencia líquida. Siempre los mismos pretextos, pábulos de rosas muertas que ya no expresan nada. No nos justifican. Siempre la mirada desviada, siempre la distancia como excusa.

Al otro lado de los espejos hay un mundo desolado, frío, en el que los patios de las escuelas están vacíos y las aguas de los pozos son sordos ciclos de cólera sin reflejos.

Aquí, entretanto, seguimos poseídos por el secreto don de la celebración.