Cuando hasta un dirigente de fidelidad perruna como Ramón Espinar se raja es que mal pintan las cosas para la pareja real que rige los destinos de Podemos con Echenique como un Fouché eternamente averiado. Lo cierto es que la dimisión del secretario general de la Comunidad Autónoma de Madrid ha dejado sin capacidad de reacción a Pablo Iglesias, completamente destartalado, mientras un grupo no escaso de secretarios autonómicos, entre ellos el murciano, se reunía con una sospechosa espontaneidad para intercambiar recetas de huevos rotos y se mantienen centenares de conversaciones hirvientes entre miles de cuadros.

Es cierto que Podemos como organización, y prácticamente desde sus inicios, está acostumbrada a portazos, dimisiones y expurgos. Sus consejos de dirección, desde Galicia a Canarias, no han sido un dechado de estabilidad. Pero, en primer lugar, la buena prensa del invento ante la izquierda señaló esa inestabilidad punto menos que sistemática como un rasgo de juventud del proyecto, incidentes lamentables, problemas de crecimiento que se resolverían con el tiempo. Y segundo, ninguno de los follones intestinos registrados hasta hoy ponía en cuestión la continuidad del proyecto ni afectaba a la estructura de la dirección nacional. Ni a la legitimidad de ejercicio de la misma. Pablo, chico, sometes a votación lo de tu chalet, pero ni se te pasa por la cabeza consultar a las bases sobre la opción tomada por Errejón. Hasta ahí podía llegar esa broma (un tanto friki) que se llama democracia interna.

La izquierda social no va a perdonar esto, aunque lo tiene bien empleado. No lo va a perdonar porque forma parte de los engranajes cognitivos de la izquierda creer que en la lucha por el poder está ausente (o debe estarlo) cualquier interés personal. Y cualquier organización humana (y no únicamente una organización política) es una urdimbre de intereses personales, a menudo ferozmente egoístas, y otras muchas veces vacuamente mezquinos.

Las razones básicas de Errejón para buscar cobijo bajo el poncho de Manuel Carmena son de cálculo electoral: cree que con el talismán de la simpática corregidora septuagenaria, un tenue reformismo que no moleste a nadie y su sonrisa de hurón inocente podrá cogobernar con el PSOE, y más adelante, recoger los restos del naufragio de Podemos. El errejonismo podía tener como canción de campaña aquella que decía que «yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar». Sustituir a Ernesto Laclau por Roberto Carlos es muy triste, pero peor es tener que robar.

A continuación viene la reacción de la oficialidad: hay que cerrar filas. Presentaremos un candidato propio. Muerte a los traidores. Lo de Iñigo es una canallada y solo piensa en su culo y no en el culo del proyecto, que es el culo de todos. A Izquierda Unida le da un ataque de vértigo y la cara de artificiero lobotomizado de Alberto Garzón cuando descubre que ha unido su destino al de una bomba de relojería es indescriptible.

El votante de izquierda volverá a sentirse defraudado. De nuevo: quien no sabe defraudarse es que no es de izquierdas. Es tan hermoso el fracaso de una pureza pisoteada. Quizás un porcentaje no insignificante de votantes de Podemos vote al PSOE. Pero la gran mayoría ya estaba muy decepcionado con los socialistas. No con este PSOE, curiosamente, sino por el socialismo de los años ochenta, que fue su mejor momento. Se marchitarán en la abstención. Las variadas derechas se relamen. Saben competir y en la competencia puñetera encuentran una virtud necesaria, no un defecto escandaloso. Suyos serán el poder y la gloria del presente y la victoria ideológica de mañana.