Aunque en Europa nos parezca mentira, el porcentaje de personas que se declaran creyentes y practicantes de una religión cualquiera avanza de forma inexorable a lo largo y ancho de todo el planeta. Cómo es posible que convivan tan pacíficamente el mundo ilustrado occidental y la intolerancia habitual de las grandes confesiones, es un misterio que solo se resuelve si aceptamos que la gente vive su vida de forma bastante incongruente, al margen de sus propias creencias religiosas.

La gente se afilia a una religión, acude periódicamente a sus ritos y cultos, pero en su día a día se salta a la torera todas aquellas normas y prescripciones que le resultan inconvenientes o poco llevaderas. Lo bueno de las religiones mayoritarias es que se han hecho parte del entramado social y político, hasta el punto que aceptan pacíficamente esta desviación en la conducta de sus parroquianos. Tampoco tendrían otra opción, ya que la gente ama sus libertades cotidianas tanto o más que su pertenencia a una determinada confesión religiosa, que normalmente era la de sus padres. Fue el caso del ayuno y abstinencia católica en la Cuaresma y Viernes Santo, respectivamente. No sé si era verdad que el asunto no afectaba al consumo de jamón serrano y embutidos de toda clase, y si había dispensa eclesiástica oficial para ello. El caso es que la gente lo decía y lo repetía continuamente, mientras le largaba cuchillazos al jamonero y tragazos al porrón. Tal era la forma habitual en mi juventud y en mi entorno descreído de sobrellevar las penurias de la privación cuaresmal

Esa especie de hipocresía moral me ha parecido siempre francamente sana. Cuando en España no existía el divorcio, la gente se separaba y se remparejaba como si tal cosa, aunque tuviera que soportar los murmullos atronadores de las viejas del visillo. De hecho, era la gente de las ciudades la que sumergía con gran entusiasmo en esta vida de pecado, protegida por el cálido manto de la masa urbana anónima y de la privacidad de lupanares y antros de todo tipo.

Así que poblaciones aparentemente católicas, protestantes, ortodoxas, incluso musulmanas o hindúes, han vivido esta doble vida moral amparadas en la tolerancia de unas estructuras religiosas convenientemente domesticadas por el dinero y las prebendas públicas. Eso ha generado por otra parte, y en todas las religiones, grupúsculos ultraortodoxos que se diferencian por el enorme celo con que viven sus convicciones, llegando a degenerar en comunidades de normas y comportamientos sectarios. Se distinguen de los meramente ortodoxos en que estos últimos son estrictos de las normas impuestas por los clérigos, pero sin llegar más allá a la hora de intentar imponerlas a los demás. Los ultraortodoxos son más papistas que el Papa, mientras que los ortodoxos son simplemente papistas.

La fascinación por la ultraortodoxia resurge periódicamente porque todas las religiones nacieron como sectas. En el caso de las confesiones cristianas este asunto es perfectamente rastreable, ya que su nacimiento y evolución está bastante bien documentados. Los cristianos eran una gente muy obsesiva y radical, que despreciaba olímpicamente (nunca mejor dicho) a los dioses que competían con el suyo propio. Los educados ciudadanos romanos nunca entendieron a esta pandilla de catetos empeñados en negar una mínima deferencia a los dioses de sus padres, y encoñados en proclamar como único a un dios de los judíos reconvertido por arte de birlibirloque en patrón exclusivo de todos los seres humanos. El encojonamiento sectario no cesó hasta que Constantino no tuvo más remedio que convertirse al cristianismo en aras de la paz social y en busca de apoyos políticos, siempre tan convenientes para alcanzar o retener el poder.

Los judíos, ya que los menciono, son una referencia paradigmática en estos asuntos. Si quieres entender la fascinación que ejerce en las mayorías de convicciones religiosas relajadas un grupo de ultraortodoxos practicantes recomiendo encarecidamente que veas la serie Shtisel en Netflix. Yo ya voy por la segunda temporada y no consigo despegarme de ella, capítulo tras capítulo de aparentes historias cotidianas plagadas de pequeños dramas sin demasiadas consecuencias. Son judíos jaredíes, una secta dentro de la secta de los hasedíes, que a su vez son una rama de judíos ortodoxos disidentes de la corriente mayoritaria y enemigos declarados de los 'laicos'. Los ultraortodoxos son comunidades muy cerradas, que practican intensamente su religión. Muchos viven de la caridad del Estado israelí o de las ayudas de judíos ricos. Ello les permite dedicarse al estudio de la Tora y al ejercicio de la enseñanza. El colmo de la ortodoxia es que los jaredíes se niegan a cumplir con el servicio militar, obligatorio en Israel excepto para ellos, y denuncian la propia existencia del Estado sionista por ir en contra de los designios divinos.

Pero no solo los judíos. En la Iglesia católica de finales del siglo XIX y principios del XX surgieron infinitos movimientos de vuelta a la ortodoxia, de cuya herencia nos ha quedado el Opus Dei, fundado en 1928 por el ahora santo Josemaría Escrivá. En España no hemos andado cortos nunca de movimientos ultraortodoxos y al Opus Dei habría que añadir otro gran fenómeno religioso de vuelta a los principios sectarios del cristianismo, los kikos.

En la raíz de las elecciones de Trump o Bolsonaro se comprueba el poder de las agrupaciones ultraortodoxas en estos tiempos de incertidumbre. Quien conozca un poco Brasil, donde es imposible encender la televisión de tu hotel en un canal al azar sin toparte con un televangelista, no le extraña ver de presidente a un fundamentalista como Bolsonaro. Más rarito resulta lo de Trump, un putero rijoso y mentiroso compulsivo, que en una especie de pacto mefistofélico conquistó para su causa el apoyo de lo más granado de la ultraortodoxia del cristianismo protestante norteamericano. Debe ser que en el fondo de todo ultraortodoxo vive un aspirante a líder de mayoría tolerante.

¡Cómo tranquiliza el poder!